Psiké y physis: dialéctica en la pintura de Capi Cabrera
PSJM
Publicado en el catálogo de la exposición Prueba-error-color de Capi Cabrera para el Centro de Artes Plásticas (Cabildo
de Gran Canaria), 2017.
En no pocas ocasiones, cuando se nos ha preguntado por el tipo de arte que defendemos, hemos asegurado que preferimos una obra de arte formalista bien realizada a una obra de arte conceptual mal formalizada. La obra de Capi Cabrera es uno de esos trabajos que preferimos. Un trabajo bien hecho que a simple vista reconoces como buen arte, pues te llega cargado de referencias históricas y juegos materiales que son algo más que simples formas puestas en relación.
La belleza moderna de estas obras muestra un juego de contrastes y tensiones que te invitan a indagar en su proceso de producción: una investigación sobre el propio medio pictórico, sobre las formas de adherencia, de manchado y tapado, sobre los modos en los que la pintura se presenta, sobre la pintura misma. Capi Cabrera parece preguntarse, como lo hicieran otros antes que él ¿qué es la pintura y cómo se hace la pintura? Esta misión ontológica nos da pie a abordar la obra de Cabrera desde una filosofía del arte.
«¿Qué es el arte?», se preguntaba Frank Stella a finales de los años 50 del siglo XX. El maestro americano llegó a la conclusión de que el cuadro no es sino una superficie cubierta de colores. En efecto, una vez descartada tanto la representación de la realidad objetiva, como la de mundos espirituales inmateriales o de la expresión de afectos, sentimientos o sensaciones, el cuadro es simplemente un objeto, un objeto sui generis.[1] Un «objeto específico» diría su contemporáneo Donald Judd. Ahora bien, la pintura de Cabrera no está exenta de una transmisión de estados mentales. No podría ser de otro modo, porque, pese a las declaraciones de Stella o de Duchamp[2], ningún producto de la acción humana está libre de tales condicionantes psicológicos. No obstante, más que de «representación» de sentimientos o de estados mentales, debemos hablar aquí de «rastros», de «efectos materiales del ánimo». Si estos productos de Cabrera actúan como representación por parte de quien interpreta la obra, diríamos que ésta es una representación a posteriori. La pintura de Cabrera no es «signo» —representación de algo, como un estado mental por ejemplo, a través de un significante instituido convencionalmente que remite a un significado—, sino «señal», huella, el rastro de un proceso, como el humo es señal del fuego, y no su signo.
Sin duda, las piezas de Capi Cabrera son un crisol de referencias, en ocasiones contrapuestas, que guardan un bello equilibrio en su conjugación. El trabajo de este artista, aparentemente amable, desemboca siempre en algún tipo de imposibilidad, en algún estado de impotencia. Cada vez que encontramos una referencia a la tradición, una vez intentamos situar su obra en un punto concreto de ésta, la obra se desapega, se escapa, subvirtiendo alguno de sus planteamientos históricos. De igual modo, la obra de Cabrera nos da placer, pero no se deja atrapar. No se puede tocar, pese a sus cualidades táctiles.
Investigación técnica
Lo que nos presenta Cabrera es una deconstrucción de la pintura. Capas de pintura que no se mezclan, colores planos de forma irregular que se superponen ocultando y dejando entrever lo que hay debajo. Sin duda, y a un primer vistazo, las obras de este joven artista te atrapan con la fuerza del contraste entre cálida expresión humana y fríos materiales industriales. El uso del acetato de celulosa como soporte, un material industrial liso y brillante, contrasta con los rastros de una acción pictórica expresiva. Materiales que introdujo el minimalismo de Judd, usados aquí como soporte de una pintura expresiva pero fría, pues el rastro de la brocha destila un cierto sabor a máquina, efecto que se produce por la técnica de cuño propio que desarrolla este artista canario.
Todo en esta obra remite a la impresión, a la imprenta, a la serigrafía o al transfer, al punto primigenio del acto de pintar. Y es que la pintura, en sus orígenes, nace como transfer: con una mano que se mancha por azar y que, al posarse sobre una roca, deja su huella. Y luego se desarrolla como máscara, como negativo, cuando esa mano se bordea con el color sobre la roca[3]. Es al mismo origen prehistórico de la pintura que la acción plástica de Cabrera remite. Pero ahora se aplican los colores de la industria sobre soportes industriales: pintura en spray –hábito técnico que este artista conserva de sus inicios en el graffiti– y acetatos de celulosa –el material utilizado en las fotomecánicas para hacer los fotolitos–. La investigación técnica de Cabrera se dirige entonces a la misma esencia de lo pictórico en nuestros tiempos de cuevas de polietileno. Tiempos plásticos, flexibles, tiempos líquidos. Cabrera dice asumir la pertenencia al presente, a los tiempos presentes, por medio de la utilización de materiales no tradicionales de la pintura, por el compromiso con los materiales de la industria. La serie Transfer, cuyo soporte es la cola termofusible, muestra la inestable adherencia al soporte líquido. Tiempos líquidos que han pasado a ser historia y por tanto se han solidificado, se han secado —curado, en términos químico-industriales—, pero que conservan el aspecto informe de su estado líquido. Lo flexible y lo líquido, —características de nuestro tiempo social de acuerdo con Zygmunt Bauman—, dejan huella en la psiké de Cabrera, que, en pura re-acción, las devuelve a la physis –naturaleza– para mostrar su inasible belleza.
Formas y anti-forma
En el artículo «Anti-Form» de 1968, Robert Morris abogaba por un tipo de escultura en la que la constitución de los materiales concordara con el estado psíquico del creador y con el devenir de la naturaleza y, por consiguiente, prescribía Morris: «Para aumentar la presencia psíquica de la obra es necesario dar valor al proceso de autoproducción»[4]. Ahora bien, en la obra de Cabrera, este proceso queda oculto, pues no acabamos se saber muy bien cómo el artista produce su brochazos, que guardan un parecido evidente con la producción serigráfica y evocan los materiales y resultados de la imprenta. Con todo, el modo en que Cabrera presenta sus «cuadros» –con láminas de acetato colgadas y superpuestas como en un expositor–, sus «esculturas» –hechas de esos mismos acetatos enrollados y dispuestos en el suelo o la pared de un modo inestable–, o la utilización de la cola informe como soporte sobre el que transfiere digitalmente los rastros de su expresión pictórica, todas estas estrategias de presentación muy bien pueden alienarse en la tradición de la anti-forma, esa deriva del minimalismo que intencionalmente vuelve a encontrarse con aquél movimiento con el que siempre guardó una relación de amor-odio: el expresionismo abstracto[5]. Tal como Morris formuló su anti-forma, ésta debería adentrarse en el campo de los materiales no rígidos, en cuyo producto final, además de la acción y decisión del artista, intervendrían los principios de la naturaleza tales como la gravedad, la indeterminación y el azar. Morris señala como precursores de esta poética al arte procesual de Jackson Pollock, la fluidez de la pintura de Morris Louis y los materiales blandos de las primeras esculturas de Claes Oldenburg. Sin duda, podemos reconocer en las piezas de Cabrera estos rasgos que lo encuadrarían en la anti-forma norteamericana: una reacción contra el minimalismo realizada por algunos de los mismos minimalistas que ahora dejaban de asociar su obra a la arquitectura y el mobiliario para ensalzar lo táctil, lo frágil, lo caduco e incluso lo íntimo.[6]
No es que lo azaroso o lo «informe» no tenga forma, sino que lo así llamado «informe» no tiene la forma geométrica y regular que se asocia a la perfección, a lo acabado, a lo ideal inmutable. Ya se sabe, no hay forma sin materia, ni materia sin forma. Más allá de especulaciones de imposible contrastación empírica, podemos decir que la existencia de una materia sin forma –materia prima– o de una forma sin materia –Dios– tan sólo existe en nuestra mente. Podríamos analizar esta obra a partir de las nociones de potencia y acto, de materia y forma, que propuso Aristóteles, pero para llevar a cabo un análisis desde la Estética o una hermenéutica filosófica de la obra de nuestro joven artista, parece más útil reflexionar a partir de ciertas nociones manejadas por la escuela fenomenológica, incluyendo en ella su variante existencialista gala. Porque Cabrera asegura que su trabajo consiste en una tensión entre interior y exterior, entre psiké y physis, entre su mente y lo físico, que él identifica con la pintura.
Intuición creadora
Capi Cabrera desarrolla una investigación técnica por medio de un proceso sistemático; pensado y analizado para que la voluntad del artista se haga realidad en su ejecución. Pero en ese mismo proceso técnico, que conlleva larga espera en el curado de la pintura y la planificación de fases del proceso, también interfiere lo involuntario, el azar, el rastro del animo en el brochazo y la intuición a la hora de componer, superponer, montar y disponer los materiales y las formas en juego. Es en esa tensión donde aparece la creación. Podemos decir que por más que una obra sea programada técnicamente, el momento de creación sólo adviene de forma intuitiva. Esto pasa tanto en el arte como en la ciencia. Sin intuición, no habría creación científica, tan sólo la perpetuación de un paradigma.
Tal como supo ver Henri Bergson, la intuición es el instinto dirigido hacia la meta de la inteligencia. Escribía Bergson en La evolución creadora: «La inteligencia, por intermedio de la ciencia que es su obra, nos entregará cada vez más el secreto de las operaciones físicas; de la vida no nos da, ni por otra parte pretende darnos, más que una traducción en términos de inercia. Da vueltas alrededor, tomando, desde fuera, el mayor número posible de consideraciones sobre este objeto que atrae hacia ella, en lugar de entrar en él. Pero al interior mismo de la vida nos conduciría la intuición, quiero decir, el instinto ya desinteresado, consciente de sí mismo, capaz de reflexionar sobre su objeto y de ampliarlo indefinidamente.»[7]
Vacío
Al hablar de sus motivaciones pictóricas, el artista nos remite al vacío, tanto por la influencia que la pintura china ejerce en su obra como por el vacío existencial de corte occidental que sufrimos todos y todas las que habitamos este mundo. La primera es una visión positiva del vacío, la segunda una concepción negativa. El vacío físico, tantas veces negado en nuestra tradición —desde Pitágoras— y tantas veces defendido —desde Demócrito–, tiene su correlato en la nada metafísica. Adelantándose a Sartre, Bergson caracterizaba la nada como el motor invisible del pensamiento filosófico. La nada y la conciencia tienen, desde el existencialismo, un vínculo doloroso. Como supo ver Brentano, y luego Husserl, la conciencia tiene un carácter intencional y trascendente, en el sentido de que la conciencia siempre apunta a algo, siempre se dirige a algo. Por eso, para Sartre, la conciencia no es nada, está vacía y debe llenarse con algo exterior a ella. La conciencia no es más que una actividad, la de apuntar a algo externo a sí, un para-sí que anhela y aspira a ser un en-sí. Cuando el ser humano intuye que, en realidad, su conciencia es la nada, es cuando surge la nausea[8]. Sin embargo, para Bergson –como para el pensamiento oriental de Lao-tse (Tao) y la deriva japonesa del budismo (Zen)–, la nada, o el vacío espiritual, si queremos, tiene un aspecto positivo. La nada es constitutiva del ser. No hay oposición entre ser y nada. La fuerza vital, el élan vital de Bergson, se plantea como positividad de la vida, como fuerza creadora. Así sucede también en la pintura china, donde el vacío se entiende como espacio indispensable para que los elementos constitutivos de la naturaleza puedan existir.
Dialéctica
En los objetos pictóricos de Cabrera parecen subsistir ambos polos, el negativo y el positivo. Su pintura se origina casi como una acción terapéutica, una ‘tecnología del yo’ que diría Foucault, una técnica que permite conocerse a sí mismo. Como la introspección y la escritura del diario en el estoicismo romano de Séneca y Marco Aurelio, que escribían lo hecho durante el día para analizar sus acciones[9]. Así Cabrera piensa y produce técnicamente unos dispositivos pictóricos que le sirven para analizar su acción involuntaria, su puro hacer. Una suerte de terapia pictórica que busca también el placer de pintar. Pero este placer se ve obstaculizado por los propios procesos impuestos por el artista: demasiado tiempo de secado sobre la superficie plástica como para que el disfrute en la producción sea pleno. Hay, por tanto, un tira y afloja en el proceso de producción: placer y dolor, libertad y necesidad, siempre en tensión. Y esta dialéctica sin solución no se representa, sino que se imprime en la obra como señal, como huella, como rastro de una lucha interna entre el vacío y la materia, entre la mente y la pintura. Es por eso que su pintura es señal, y no signo. Pero señal, al fin y al cabo, y por eso el espectador intuye también estas tensiones que no se muestran explícitas, sino que aparecen como documento de una dialéctica entre interior y exterior que encuentra su síntesis en el cuerpo, que deviene acción pictórica, lucha con el medio.
En Lo voluntario y lo involuntario, Paul Ricoeur proponía una fenomenología de la voluntad en la que se antepone el «yo puedo» al «yo pienso», es decir, el acto es antes que la conciencia. Se introduce entonces en la reflexión tanto la decisión volitiva como el involuntario corporal que la limita. Se plantea una dialéctica entre la voluntad humana, que elige intencionalmente, y los objetos y fuerzas que forman el mundo involuntario, y esto se concentra en una persona indivisible, eliminando todo tipo de dualismo de corte cartesiano. Para Ricoeur, el término mediador entre lo voluntario y lo involuntario es el cuerpo propio, el punto cero espacio-temporal de la percepción y la acción[10]. Ahora bien, lo involuntario no se encuentra tan solo en el exterior, en el azar y el límite natural, sino también en las acciones inconsciente de la psique. La dialéctica interior/exterior o mente-cuerpo/mundo es paralela o correlativa a la dialéctica involuntario/voluntario, y no la misma cosa. En todo caso, ambas tensiones forman parte del núcleo energético que produce las obras de Capi Cabrera.
Belleza
La obra de Cabrera aporta algo al arte de nuestros días, aporta belleza, la belleza de la tensión entre interior y exterior, entre elementos fríos y cálidos tan característica de nuestros tiempos. Una tensión que, por oro lado, quizá siempre haya impregnado todo quehacer humano, pero que en la era de las máquinas y la información se acelera y exagera hasta el desborde.
La belleza, como decimos, se busca aquí voluntariamente. Se selecciona el trazo bello, se compone buscando una proporción graciosa entre vacío y color, o color que actúa como vacío. En El abuso de la belleza, Arthur C. Danto aseguraba que hay obras de arte «bellas» y obras de arte «disonantes», y que si bien algunas obras disonantes, como La Fontaine de Duchamp, pueden tener cualidades asociadas a lo bello –la blancura tersa y lisa de una porcelana con formas onduladas que es el urinario–, en este caso la belleza no es más que una cualidad secundaria, pero no esencial a la obra. Por contra, obras como las Elegies for the Spanish Republic de Robert Motehrwell, –autor por el que nuestro joven artista siente una gran admiración– son bellas en primera instancia, hay una belleza buscada de antemano por el artista, una belleza voluntaria que forma parte del significado de la obra[11]. Cabría argüir contra Danto que la belleza, los cánones de belleza, cambian a tenor del tiempo histórico y el espacio cultural, y que un cuadro como El desnudo azul de Matisse, que él califica de no bello –especialmente en comparación con otras obras del mismo autor más decorativas–, pueda ser calificado como bello, pues la disonancia puede resultar bella, como lo puede resultar cualquier operación o producto humano dependiendo de donde se coloquen los criterios del gusto. Ahora bien, bajo una definición de la belleza como aquello que muestra armonía, simetría, regularidad o proporción es posible que las elegías de Motherwell, que Danto califica de «belleza incuestionable»[12], no se ajusten a la concepción de estas cualidades que pudiera tener un pintor del Renacimiento, por ejemplo. Como quiera que sea, la belleza de obras como las de Motherwell, o las de Cabrera, responden a un canon moderno, influido por el gusto en las proporciones que han ejercido la pintura y la caligrafía del extremo oriente sobre el arte occidental moderno.
Más allá de esta disertación sobre lo bello hic et nunc, y siguiendo la tesis de Danto, la belleza en la obra de Capi Cabrera constituiría un elemento esencial de su significado. Ahora bien, habíamos caracterizado esta obra como señal, no como signo –algo que también podríamos aplicar al arte de Motherwell y quizá al expresionismo abstracto en su conjunto–. Por tanto, como señal, como huella, la obra de cabrera deja el rastro de las tensiones dialécticas entre psiké y physis, entre interior y exterior, entre lo voluntario y lo involuntario. Y en lo voluntario hay un esbozo de signo que siempre quedará truncado por el devenir azaroso de la physis, de la naturaleza y sus leyes. La belleza, en Cabrera, forma parte del rastro que deja esa lucha entre interior y exterior. Un placer estético que como el placer productivo de pintar, se mantendrá en una tensión irresuelta por la falta de libertad. Y es que, cuando el espectador se encuentra con estas obras de Cabrera, un impulso irreprimible le insta a querer ver lo que hay debajo de esa primera capa de acetato y levantar una y otra capa para ver las bellas superficies pintadas que se ocultan. Capas que en la pintura convencional quedan tapadas para siempre, pero que en la deconstrucción de Cabrera se insinúan asomando por los bordes: siguen ahí dispuestas para todo aquél o aquella que incumpla la prohibición del no tocar, el gran tabú del museo contemporáneo. La imposibilidad de tocar la obra deja al espectador o espectadora en un estado de lucha con una belleza formal, cuya fruición plena sólo puede llegar a ser colmada a expensas de luchar contra lo prohibido. La tensión entre libertad y necesidad, que el artista sufre en el proceso de producción de su obra, se traslada a aquel o a aquella que asiste a su exposición pública, como señal, no como representación o signo.
[1] Ver: STELLA, F. «¿Qué es el arte?». Conferencia en el Pratt Institute, Nueva York 1959/1960. Citado en GASSNER, H. «Frank Stella: El espacio de las ilusiones habituales», en Frank Stella (catálogo), Madrid: MNCARS, 1995, p. 65. En un momento dominado por las teorías del crítico Greenberg y en el que la pintura era el medio hegemónico en el arte, la pregunta ontológica de Stella sobre el arte se entiende como la pregunta sobre la pintura.
[2] Rosalind Krauss señala que el proceso creativo y productivo de Marcel Duchamp simulaba la fabricación de obras de arte por medio de dispositivos mecánicos, carente de toda huella de la personalidad del artista. El joven Duchamp se había quedado fuertemente conmovido tras ver la obra de teatro Impresiones de África de Raymond Roussel donde grupos de personas habían mecanizado la rutina de la producción artística. Ver: KRAUSS, R. Paisajes de la escultura moderna, Madrid: Akal,2002, pp. 81- 82.
[3] Una afirmación sobre el origen histórico del arte solo puede ser una especulación, pero ésta que exponemos y que debemos a Roger Bastide tiene componentes que la hacen verosímil. Sobre esta cuestión, ver: BASTIDE, R. Arte y Sociedad, (1997). México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 74. Bastide toma como fuente LUQUET, M. L’art primitif, París, 1926.
[4] MORRIS, R. «Anti-Form», en Artforum, abril de 1968, p. 34.
[5] En este juego de referencia históricas, cabe señalar la deuda reconocida por el artista con el tachismo francés, especialmente con Pierre Soulages. Podríamos añadir también su clara relación con el tachismo japonés del grupo Gutai y sus investigaciones procesuales. No nos podemos resistir a mencionar la coincidencia de intereses de Cabrera con la imponente instalación Work (Water), de Motonaga Sadamasa, realizada expresamente para la exposición Gutai: Splendid Playground en el Museo Guggenheim de Nueva York en 2013. Se trata de un juego de tubos de polietileno rellenos con líquidos de colores brillantes que cruzan el espacio central del museo. Una obra que puede ser vista también como una deconstrucción de la pintura mostrada con los medios de la escultura instalativa.
[6] Ver: GUASCH, A. Mª. El arte último del siglo XX. Del postminimalismo a lo multicultural. Madrid: Alianza, 2000, pp. 39-42
[7] BERGSON, H. «La evolución creadora», en Henri Bergson. Obras Escogidas. Madrid: Aguilar, 1963, p. 591.
[8] Ver: SARTRE, J. P. El Ser y la Nada, Buenos Aires: Losada, 2005.
[9] Ver: FOUCAULT, M. Tecnologías del yo. (1981-1988). Barcelona: Paidós, 2008.
[10] Ver: RICOEUR, P. Lo voluntario y lo involuntario. I. El proyecto y la motivación, Buenos Aires: Editorial Docencia, 1986.
[11] Ver: DANTO, A. C. El abuso de la belleza. La estética y el concepto del arte. Barcelona: Paidós, 2003.
[12] Ibíd., p. 163.