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Marcuse y el lema de la CIA

PSJM

Texto publicado en Revista de Occidente, número 147, febrero de 2016, pp. 46-64. 

And ye shall know the truth and the truth shall make you free.

John VIII-XXXII

 

«Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». Esta mesiánica máxima del Evangelio de Juan fue hecha grabar en mármol en el hall del cuartel general de la CIA por Allen Dulles, el primero y más destacado de sus directores civiles. La frase ha llegado a convertirse en el lema de la Agencia, que asegura encontrar en estas palabras la razón de ser de los servicios de inteligencia en una sociedad libre. Resulta difícil pasar por alto el descarado cinismo de esta organización que se conduce por la vía del ocultamiento, en forma de operaciones encubiertas y mentiras de toda índole. Pero, más allá de esta palmaria incongruencia, –del tipo a las que, por lo demás, nos tiene acostumbrados el discurso del poder–, habremos de recalar también en otro hecho no demasiado conocido. Herbert Marcuse trabajó para la Agencia y resulta bastante intrigante como, de algún modo, la dimensión estética y su relación privilegiada con la verdad, que promulgara este representante de la Teoría Crítica, concuerda en varios puntos con las presunciones de base que trasluce dicho lema. Tendremos ocasión de ver más adelante cómo sucede esto, pero antes debemos decir alguna cosa sobre esta colaboración con el gobierno norteamericano para situar luego la teoría estético-política de Marcuse en su tradición, en relación a sus contemporáneos y hacer notar su influencia en el pensamiento presente. La estimulante filosofía estético-política de Marcuse nos servirá para indagar en un contenido más amplio: el que atañe a las relaciones del arte con la verdad y sus implicaciones políticas. Un tema de discusión en el que intervienen otros autores de importancia y que se extiende hasta nuestros días, donde resplandece la figura de Alain Badiou.

 

Secretos del enemigo

Ya en 1995, en su Historia de la filosofía del siglo XX (Barcelona: RBA. 2011. p. 265), Christian Delacampagne se hacía eco de estos trabajos realizados por el filósofo del Gran Rechazo para la CIA. Más recientemente, el tema ha sido estudiado de modo específico por Tim B. Müller, del Hamburger Institute für Sozialforschung, en su Krieger und Gelehrte: Herbert Marcuse und die Denksysteme im Kalten Krieg [Guerreros y académicos: Herbert Marcuse y los sistemas de pensamiento de la Guerra Fría] (Hamburg, Hamburger Edition, 2010). Sirvan estas fuentes para contar un breve relato.

Tras haberse exiliado a los Estados Unidos, Marcuse comienza a trabajar en 1942 para la Office of Strategic Services, creada ese mismo año para llevar a cabo una guerra psicológica contra las Potencias del Eje. Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la sección central de la OSS, la Research and Analysis Branch, fue asignada al Departamento de Estado. Sobre la base de la OSS y mediante algunos rodeos, en 1947 se crea la CIA. Siguiendo la política de desnazificación, Marcuse recibe el encargo de identificar movimientos nazis y antinazis. Su viaje a Alemania en 1946 responde a este propósito. Allí, Marcuse visita a Heidegger, quien fuera su maestro y con el que había roto lazos en 1932 tras la declarada militancia nacionalsocialista del autor de Ser y Tiempo. Aún así, el discípulo desea ayudar al maestro y encontrar un camino que le proporcione una salida lo más honorable posible. Pero Heidegger se niega a reconocer y, por lo tanto, a condenar el Holocausto y el reencuentro se traduce nuevamente en decepción. Con un agrio cruce epistolar, la relación entre ambos se rompe definitivamente en 1948. Comienza la Guerra Fría, pero Marcuse continúa trabajando para el gobierno norteamericano. En 1949 colabora en un informe sobre «las potencialidades del comunismo mundial». Un hecho que puede parecer sorprendente, pero que no lo es tanto si tenemos en cuenta el notorio rechazo de Marcuse al socialismo real y al autoritarismo estalinista. (ver su El marxismo soviético. Un análisis crítico. [1958] Madrid, Alianza, 1984). En fin, Marcuse trabajó para la agencia hasta 1952 y, a excepción de un breve artículo, no publicó nada durante esos años, sus trabajos permanecieron ocultos en celoso secreto. Se dedicó en exclusiva a colaborar en numerosos documentos internos sobre los enemigos. Es a partir de 1954 que nuestro filósofo retoma la actividad académica y el curso habitual de sus publicaciones, llegando a representar, por su firme compromiso político, un referente fundamental para el movimiento estudiantil de finales de los 60 en América y Europa.

La colaboración de Marcuse con la CIA bien puede ser vista desde la perspectiva de la metodología científica, como un método en el que el objeto de estudio se ve condicionado por la praxis. Además, bajo la perspectiva de la práctica, la elección e identificación del objeto como objetivo origina un dilema ético-político que hay que afrontar. Estudiar y analizar las teorías y movimientos del oponente debería ser un modelo de investigación de obligado cumplimiento para desarrollar toda crítica. En ese sentido, la estrategia teórica es impecable. Para seguirla, el primer paso será detectar e identificar al oponente. Y Marcuse encuentra a sus oponentes en los totalitarismos. Pero, aunque en 1964 caracterizara al capitalismo como un totalitarismo: «una coordinación técnico-económica no-terrorista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados». (El hombre unidimensional [1964], Barcelona, Ariel, 2007, p. 33), al enfrentarse a una contingencia histórica de tal magnitud, que exige asumir responsabilidades de vida o muerte, Marcuse elige lo menos malo y colabora con el totalitarismo encubierto capitalista, dejando para más tarde esa lucha. Una empresa a la que se entregaría en cuerpo y alma, dejándonos como legado sus brillantes aportaciones, siempre útiles pero, como toda teoría y como toda praxis, sujetas a continua revisión crítica.

 

El artista como médium

Prosigamos la tarea de tratar de aclarar el anecdótico pero iluminador vínculo intelectual y cultural que une al gran pensador alemán con las palabras que años más tarde se grabarían en los muros del cuartel general de la CIA.

Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. ¿Cuál es la verdad a la que se refiere el escrito de  Juan? La verdad es Jesús, es decir, la palabra de Dios, el Verbo hecho carne. ¿Y a qué libertad se refiere? La libertad se entiende como estar libre de pecado. Pero lo interesante aquí es el tipo de verdad que entra en juego, una Verdad con mayúsculas, que está más allá de la realidad y ha sido revelada: trascendente, infinita, eterna y universal.

Pero, ¿cómo accedemos a la verdad? Por medio del arte, cuya racionalidad negadora posibilita la ansiada liberación, asegura Marcuse. «A través de la Belleza alcanzaremos la Libertad», había escrito Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre (1795). Los esfuerzos de Marcuse por reconciliar razón y sensibilidad con fines emancipatorios declaran su deuda con el pensamiento schilleriano. Pero los lazos con el sentir romántico se establecen también por los orígenes fenomenológicos de Marcuse, que quiso aunar en sus inicios la ontología de Heidegger con las ideas de Marx y proponer una fenomenología del materialismo histórico. Empresa que, como se sabe, abandonará más tarde para derivar en un freudomarxismo que interpreta históricamente los instintos y se orienta a la praxis. Por lo demás, cabe hacer notar la relación directa con Husserl, pues el fundador de la fenomenología formó parte del tribunal de su tesis sobre Hegel y le recomendó ante Horkheimer para su ingreso en el Institut. Allí se convertiría en su más estrecho colaborador hasta la llegada de Adorno a los Estados Unidos en 1938.

La noción del arte como mediación de verdad –una tesis que entronca con Hegel, para el que el arte era una forma del Espíritu que se ocupa de lo verdadero como objeto absoluto de la conciencia– requiere ser considerada a la luz de otro pensador que también fue alumno de Husserl y de Heidegger: Hans-Georg Gadamer. En la primera parte de Verdad y método [1960] (Salamanca, Sígueme, 1977), Gadamer otorga a la experiencia del arte el acceso privilegiado a la verdad. La «verdad del arte», asegura, constituye la verdad paradigmática de las ciencias del espíritu. Ésta se expresa a través del símbolo y éste, ya se sabe, tanto oculta como enseña, nunca se da de manera directa. Como escribiría más tarde Ricoeur, «el símbolo da que pensar». La verdad de lo poético es, por tanto, primordialmente hermenéutica, exige siempre ser interpretada. Hablamos de una verdad subjetiva y objetiva al mismo tiempo, que en ningún caso debe entenderse como correspondencia entre la realidad con el intelecto o con lo afirmado. Para Gadamer, esta última no sería propiamente verdad, sino mera validación de enunciados, una verdad de segundo orden que deriva de otra verdad mucho más originaria. Siguiendo a Heidegger, Gadamer se propone una nueva reformulación de la verdad. Conviene, entonces, detenerse en algunos empleos de la palabra «verdad», pues no es unívoca.

Como explica Ana Isabel Oliveros en la entrada «Verdad» del Compendio de Lógica, Argumentación y Retórica (Vega y Olmos Eds., Trotta, Madrid, 2013, pp. 633-638), el concepto de «verdad» puede ser entendido bien como sustantivo, bien como predicado o relación. La concepción sustantiva comprende la «verdad» como «la Verdad», con mayúsculas: una entidad, un objeto abstracto, pero real y Uno, del que participan la multiplicidad de hechos y objetos que pueblan el mundo material. Se trata de una visión esencialista de la realidad. Desde esta perspectiva ontológica, la verdad de una cosa sería la esencia de esa cosa, algo universal, inmutable y eterno, lo que la cosa «es». A la que se podría llamar «esencia», o, quizá mejor, se debería llamar «idea». En esta tradición sustantivista encuentra acomodo el idealismo de Platón, el realismo de Frege o la analítica existencial de Heidegger.

Por otro lado, y a pesar de ser un sustantivo, la palabra «verdad» puede entenderse como predicado, como relación. La verdad aquí se entendería como correspondencia de los contenidos de las creencias, aserciones o enunciados, con los hechos que se afirman o niegan. Una concepción extendida en el pensamiento contemporáneo que deriva de Aristóteles, y que en la escolástica será la adaequatio ad rem. En la filosofía del presente, John Austin ha sido uno de los más fervientes defensores de la verdad como correspondencia.

Pero aún tenemos otro tipo de relación si entendemos la verdad como predicado, y no como sustantivo. Podemos considerarla como validada por la relación de coherencia lógica del enunciado. La verdad como coherencia, esto es, como relación entre distintos contenidos de un mismo sistema que no entran en contradicción. Las verdades serían sólo verdades evidentes o de razón, y resultaría imposible su contraste con el mundo de la experiencia. Por ejemplo, si se dice «El caballo blanco no tiene color», se está incurriendo en una falsedad, en una incoherencia o contradicción, ya que el término «blanco» implica el de «color». Por otro lado, no es inusual que los defensores a ultranza de la verdad como coherencia –verdad como predicado–, deambulen de modo equívoco hacia la versión esencialista –verdad como sustantivo–. Así parece sucederle a Nicolas Rescher cuando afirma que «la coherencia es capaz de proporcionarnos acceso a la “verdad genuina de las cosas”». Lo que quiera que sea eso. En fin, las proposiciones de la ciencia y sus demostraciones siguen estos caminos de la verdad como relación, bien como adecuación a la experiencia empírica, bien como coherencia en la deducción racional. El positivismo y la filosofía analítica se decantan por este tipo de caracterización de la verdad. Aunque su defensa no salga a veces muy airada al enfrentarse con ciertos problemas teóricos.

La hermenéutica de Gadamer matiza la verdad sustantiva, le quita la mayúscula a la palabra, haciéndola histórica. Para Gadamer, el mundo es texto y el sentido se rehace continuamente en cada lectura, en cada fusión de horizontes temporales que produce el cruce entre la actualización de la tradición y la autoridad que nos trae la obra, y el momento de la interpretación presente, que carga con la imposibilidad del lector de zafarse de sus prejuicios adquiridos. Esa aprehensión del verdadero ser de la obra –noción que Gadamer toma de Heidegger– nos descubriría el sentido profundo, el sentido de la vida. Se completa el círculo hermenéutico, donde un ser finito hace comunión con el todo infinito –tema central del primer idealismo alemán, dicho sea de paso–. Sin embargo, pese a la historicidad que le otorga Gamader a la verdad, sigue tratándose de una verdad más allá de los hechos, una verdad más originaria y, en definitiva, superior, sobrenatural. Es, a nuestro juicio, la misma concepción de la verdad que el cristianismo toma del platonismo y que ha dominado la historia occidental a lo largo de los siglos.

Para llevarnos al otro mundo sin dejar este mundo, Gadamer acoge y reformula la teoría del arte como juego que Schiller y Nietzsche habían colocado sobre el tapete, y que se remonta a la ontología de Heráclito. Como el juego, la representación, de una obra teatral o de una pieza musical, nos traslada a otra realidad, –aunque no al mundo de la fantasía, completamente irreal, que anunciaba la teoría de Schiller y que de algún modo, mantiene también Marcuse, para el que el arte constituye una irrealidad más verdadera que la realidad de facto–. La representación, asegura Gadamer, nos hace salir de nosotros mismos, pero para encontrarnos finalmente con nuestro propio mundo, con nuestro propio ser. La experiencia estética se entiende como un flujo de sentido que va de la obra al espectador, que siempre ha de interpretarla para comprenderse a sí mismo. Recuperando el sentido original de la palabra griega theoria, que implica una participación en lo festivo y en la celebración, el puro asistir –participar– a lo que verdaderamente es, Gadamer entiende la participación en la experiencia estética como entrega absoluta que nos lleva fuera de sí, como éxtasis: pura experiencia mística.

Sigamos avanzando en la concepción de la verdad del arte para ir acercándonos a una conclusión que mostrará las perniciosas consecuencias que conlleva, para la economía política del arte, asumir dicha concepción de verdad. Veamos, entonces, a qué verdad se refiere Marcuse cuando habla de verdad y porqué privilegia, como Gadamer, la experiencia estética como vehículo a esa verdad, más verdadera que la realidad de facto, adjudicándole al arte una racionalidad que le es propia y una función emancipadora.

 

El artista como Mesías y la verdad del «deber ser»

Marcuse se enfrenta a la visión positivista de verdad haciendo suyo el lema de Bloch en El espíritu de la utopía (1918): «Lo que es no puede ser verdadero». Husserl ya había lanzado sus dardos contra el positivismo o, más bien, contra una cierta arrogancia positivista que dejaba la última palabra sobre el conocimiento de la naturaleza y del ser humano a las ciencias empíricas. Husserl rechazó esta filosofía  porque la consideraba incapaz de comprender los más profundos aspectos del ser humano, su «verdadero» sentido. Crítica compartida por los representantes de la Escuela de Frankfurt que, instaurando un programa crítico, se interrogan sobre el tipo de racionalidad –instrumental– que sustenta al positivismo y a las sociedades resultantes de dicha racionalidad. Así, Marcuse se propone reformular el concepto de racionalidad para integrar en él las dimensiones sensuales y sensitivas  –la aesthesis–, y procurar una racionalidad estética que trabaje desublimando la razón y autosublimando la sensibilidad. Sólo este tipo de racionalidad tendrá capacidad liberadora.

A nuestro juicio, la deriva de la fenomenología de Husserl a la ontología hermenéutica de Heidegger y, de ahí, a la hermenéutica filosófica de Gadamer, en dirección a la centralidad del lenguaje, toma mayor consistencia cuando esta corriente acoge sin prejuicios las conquistas metodológicas del estructuralismo y la filosofía analítica, como en el caso de Ricoeur. De igual modo, la Teoría Crítica se robustece cuando, ya en su segunda generación y a través de Habermas, adopta el aparato teórico de la pragmática analítica de los actos de habla de Austin. Un autor que Marcuse critica duramente por «traicionar a la filosofía» —al igual que el segundo Wittgenstein— y abandonarse al mero análisis del lenguaje ordinario; una filosofía que, en consecuencia, tan sólo afirmaría la realidad establecida, y se desentendería de toda crítica que nos permitiera superarla, que nos liberara, que lograra emanciparnos. (El hombre unidimensional, p. 207)

Estamos convencidos, con Marcuse, de que la filosofía no puede limitarse a la mera descripción de lo que «es» y ha de tomarse muy en serio lo que «debe ser». Pero resulta problemático aceptar, sin más, que lo que «debe ser» pueda ser calificado de verdadero o falso. Nos inclinaremos a tomar la noción de verdad siempre como un problema de orden lingüístico, aunque no dependa únicamente de una relación de correspondencia con los hechos o de una relación de coherencia de unos enunciados con otros, sino del contexto de justificación. Habermas sostiene que la necesidad de una acción comunicativa –afirmar la verdad de algo– es mostrar su justificación. La verdad es una pretensión de validez que vinculamos a los enunciados al afirmarlos, susceptible de comprobación intersubjetiva. Habermas diferencia en Verdad y justificación (Madrid, Trotta, 2002, p. 9) tres tipos de «pretensiones de validez» en los actos de habla:

  1. a) las pretensiones de verdad en relación a los hechos.
  2. b) las pretensiones de veracidad de la expresión de vivencias subjetivas.
  3. c) las pretensiones de corrección de normas que merecen ser reconocidas socialmente.

Verdad, veracidad y corrección son cosas distintas. Como se ve en el último punto, el «deber ser», que se refiere a lo normativo, puede calificarse de «correcto» o «incorrecto» –esto es, que la norma moral sea o no racionalmente válida–, pero no de «verdadero» o «falso».  No obstante, en El pensamiento postmetafísico (1988), Habermas apuntaba ya la necesidad de acudir a «la verdad del deber ser» y la denominaba «verdad contrafáctica»: «En cuanto se hace coincidir lo racionalmente válido con lo socialmente vigente se cierra la única dimensión en que es posible el autodistanciamineto y la autocrítica, y con ello la superación y la reforma de las prácticas de justificación a que estamos habituados» (Madrid, Taurus, 1999, pp. 177-178). Una idealización que no surge de un pacto intersubjetivo, sino que ha de aceptarse como postulado necesario, aunque contrafáctico, eximido de toda demostración. Para que la verdad de hecho vaya más allá de sí, afirma Habermas, es necesaria una «verdad contrafáctica». Contrastando una y otra, «verdad de hecho» y «verdad contrafáctica», surge la reflexión. Diríamos que quizá no fuera conveniente llamar «verdad» a la «verdad contrafáctica», porque, en realidad, constituye más bien una socorrida hipótesis práctica, una «idea reguladora» que sirve de guía, modelo y presupuesto a la ética del discurso.

En La dimensión estética, Marcuse identificaba esa «idea reguladora» con el arte, escribe: «Puesto que el arte conserva –mediante la promesa de felicidad– la memoria de las metas que no se alcanzaron, puede entrar en calidad de “idea reguladora” en la desesperada lucha por la transformación del mundo». (Barcelona, Materiales, 1978, pp. 137-138) Sin duda, «idea reguladora» parece nombrar mejor a este tipo de verdad, que es más deseo que hecho.

Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. Asumir la noción de verdad como aquello que no es, pero que está por venir, podría perpetuar un tipo de discurso que, al apelar a la fe, –por muy racional que ésta pretenda ser, y aquí no se está muy lejos de la justificación de Dios que hace Kant para abrigar su ética– corra el riesgo de conseguir la adhesión de creyentes y no la de ciudadanos autónomos con conciencia crítica. Ya que, así como la concepción del arte como experiencia mística convierte al productor de arte en artista médium, el mesianismo sacraliza igualmente a aquél que ilumina a los demás con la verdad trascendente, sea filósofo, artista o político. Marcuse que, como Bloch, anuncia los poderes del concepto de utopía, no está exento, al igual que el autor de El principio de esperanza, de ciertos resabios mesiánicos, –más evidentes en Bloch y, por supuesto, en Benjamin, cuyo mesianismo hebreo impregnaría el pensamiento de Adorno y, tras algún reparo, el del mismo Horkheimer–. Tanto Bloch como Horkheimer se esforzaron por buscar la verdad de la religión, creyendo haberla encontrado en el componente subversivo y revolucionario del que habría brotado originalmente y que, como señala Bloch en Thomas Münzer, teólogo de la revolución (1921), habría quedado oculto y pervertido tras la manipulación ideológica llevada a cabo en las Escrituras a partir de Nehemías y Esdras y, luego, de Juan y Pablo. Sea como fuere, y sin que queramos negar el posible carácter rebelde del sentimiento piadoso, lo cierto es que toda verdad de fe aparece como verdad revelada, por Dios o por el ser humano. Su afirmación exige una entrega que va más allá de la razón. Por más que ésta se quiera amoldar a un tipo de racionalidad estética liberadora.

El arte «como mundo ficticio, como ilusión, contiene mayor cantidad de verdad de la que posee la realidad cotidiana. Puesto que esta última se nos muestra mistificada», asegura Marcuse (La dimensión estética, p. 120). Ahora bien, si la realidad está mistificada, en opinión de Marcuse, es debido a la racionalidad instrumental burguesa y la lógica tecnológica que le es propia. Disentimos en este punto. Lo cierto es que los instrumentos últimos para mistificar, para crear esa realidad deformada –esa falsa conciencia o ideología— son precisamente los medios del arte, de la metáfora, de la retórica, del símbolo —que oculta y muestra al mismo tiempo—, esto es, del manejo de formas sensibles imbricadas en contenidos semánticos más o menos encubiertos. Así que el arte, el lenguaje artístico, sirve tanto para oponerse a lo establecido como para afirmarlo y potenciarlo. No creemos que sea necesario aportar pruebas empíricas, todos tenemos en mente múltiples manifestaciones artísticas que sirven para esconder las verdaderas relaciones materiales de producción –quizá todas lo hagan– o para celebrar la gloria de los poderosos. La historia y el presente están repletos de imágenes y objetos estéticos consagrados a estas tareas.

 

La capacidad negadora de un arte ‘auténtico’

1) Negar la sociedad actual.

2) Anticiparse a las tendencias de la sociedad futura.

3) Criticar las tendencias destructivas y alienantes.

4) Sugerir imágenes de medios creativos y no alienantes.

 

Estas demandas que, a todas luces, son de carácter normativo, suponen, para Marcuse, las «verdaderas» funciones de «todo arte auténtico». Hasta ahora hemos intentado ir poniendo en claro las consecuencias e implicaciones que conlleva adoptar una concepción esencialista de la voz «verdad», pero no hemos dicho mucho sobre el uso que Gadamer y Marcuse hacen de la categoría «arte». En ambos, la postura esencialista se mantiene también respecto a la definición de «arte». Se lee mucho lo de un «arte auténtico». Para Marcuse, «todo arte auténtico es negativo», rehúsa someterse a lo establecido, asegura Mª Carmen López Sáenz en El arte como racionalidad liberadora. Consideraciones desde Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer (Madrid, UNED, 2000). Sin embargo, la teoría esencialista del arte resulta difícil de mantener. Conlleva problemas que ya hemos tratado en otras publicaciones como Fuego amigo. Dialéctica del arte político en el capitalismo total. (Murcia, Cendeac, 2015), manifestando nuestra predilección por la teoría institucional del arte de Dickie, Becker o Bourdieu. Tan sólo diremos aquí que si por medio de un consenso entre los agentes que actúan en la institución arte —un acuerdo siempre inestable, pues resulta de las luchas entre facciones en el campo de producción— algo está considerado como arte, entonces eso que es considerado arte, es auténtico, es verdadero arte. Cosa distinta es que sea bueno o malo, cuestión a determinar por la crítica. Al definir una categoría, se ha de atender a lo que «es», no a lo que «debería ser». Se trata de una tarea descriptiva, no normativa. Ahora bien, se debe describir primero para, luego, iniciar una crítica que responda a la idea, quizá compartida, de lo que «debería ser» el arte; o más bien: el «buen arte», el «arte correcto», el «arte coherente» o el «arte honesto».

Un argumento que juega a favor de las teorías esencialistas es el de la naturaleza discordante de toda práctica poética como transgresión de las normar gramaticales y semánticas de un lenguaje con la intención de provocar una emoción, la emoción de la ruptura con lo cotidiano. Estamos dispuestos a admitir en una posible definición de arte no esencialista la condición necesaria, pero no suficiente, de un conjunto de objetos creados por un agente que organiza las formas sensibles con la intención de emocionar. Una condición necesaria, pero no suficiente, decimos, porque la torsión del lenguaje que tal organización intencionada nos trae –el uso de metáforas, el empleo de la retórica, la capacidad de que el ethos del autor toque el pathos del receptor en un contexto determinado– puede observarse en los más variados aspectos de la vida cotidiana. Aunque las obras de arte estén construidas de esa forma, también casi todos nuestros actos de habla, gestos y comportamientos están imbuidos del empleo de imágenes y rupturas lingüísticas que no son consideradas como arte. Por lo demás, también la historia de la ciencia recoge repetidos usos de las imágenes y las metáforas para mostrar la verdad de hecho a través del ethos y el pathos. Valga señalar los dibujos al claroscuro del relieve lunar realizados por Galileo para su Gaceta Sideral, la metáfora de la «selección natural» que el mismo Darwin tuvo luego que aclarar, pues «la naturaleza no selecciona nada» o, en fin, la escultura de la hélice alfa del ADN que encargó Pauling para su espectacular presentación académica. El estudio de los elementos cognitivos en el arte requiere, sin duda, un complemento en el estudio de los elementos expresivos en la ciencia. Quede pendiente.

En las posturas esencialistas, la fuerza del arte, su verdad, su esencia, viene determinada por  su carácter de ruptura –el «texto eminente», autónomo y autoreferencial, de Gadamer o el rechazo a lo establecido en Marcuse–. Una fuerza de ruptura que se atribuye como característica definitoria por igual a las nociones de «arte», de «verdad» y de «política» en autores como Alain Badiou.

 

Verdad artística y verdad política

En la filosofía de Badiou, la verdad siempre es invención. El conocimiento que no mana de la afirmación de la ruptura es mera veridicidad, no autentica verdad, sino simple acumulación de saberes, enciclopedia. Sin embargo, la verdad específica que se produce por el acontecimiento artístico o político, siempre es un rechazo, una inestabilidad para el proceso de representación y agrupación del estado de la situación. En este punto, toma sentido la célebre frase –atribuida por igual a Lenin, a Lassalle y a Rolland, pero que, en cualquier caso, Gramsci hace suya–: «La verdad siempre es revolucionaria». Aquí, como se ve, nos volvemos a topar con los mismos problemas categoriales que habíamos detectado en Marcuse, problemas de denominación y autentificación de conceptos, que en Badiou, son más bien procesos. La «verdadera política», insiste Badiou, sólo es aquella que inventa y, por tanto abre una grieta en lo establecido. El resto es «lo político».

Diremos que, a nuestro modo de ver, tanto el arte como la política, están lejos de tener verdad específica alguna. Si acaso, algunas de sus formas nos traen a esta realidad aquello que sería deseable y, por tanto, sí pueden –y deben– funcionar como «idea reguladora», como utopía. Pero ni todo el arte es utopía, ni toda política es utópica. La política como ciencia moderna nace con dos cabezas renacentistas: la utópica de Tomas Moro y la realista de Maquiavelo. La política como práctica, como acción política, puede ser motivada tanto por la perspicacia realista como por el deseo utópico. Que se considere fundamental que la política –sea teoría, sea praxis– deba perseguir altos ideales, no quiere decir que no exista una teoría política que acepte lo que hay y promueva una práctica en consonancia o, en la praxis, que una teoría utópica se tope con lo que hay y deba abandonar sus altas miras para abrirse hueco entre las fuerzas contingentes. Y si existe tal modo de hacer y pensar la política, podemos decir que esa política es verdadera de facto, auténtica política, aunque no nos guste.

La ontología de Badiuo, por más que reniegue de ello, roza peligrosamente el esencialismo. Enfrentándose al pensamiento postmoderno y al relativismo, Badiou recupera el pensamiento de Platón –si bien rechaza su dimensión trascendente y unitaria para proponer una inmanencia de lo múltiple–. Con respeto, pero con determinación, les dice a los nuevos sofistas: «Hay verdades». Para Badiou, la verdad es universal y eterna y, a la vez, particular y producida en el acontecimiento, y por tanto histórica. Una posición que puede parecer contradictoria o incoherente, pero que Badiou sobrelleva resueltamente desplegando un elegante sistema ontológico, cognitivo, ético, estético y afectivo que deviene praxis política.

Ni la verdad, ni el arte, ni la política son categorías eternas, se hacen y reconstruyen históricamente, presentándose como verdades políticas y artísticas de cada época.  Así lo entiende Badiou, al menos en un sentido, pues hace emanar la verdad del vacío, por el que se cuela y sobreviene el acontecimiento, inscrito en una situación dada. Toda situación, explica Badiou siguiendo la teoría matemática de conjuntos de Cantor (Ser y acontecimiento, Buenos Aires, Manantial, 1999), siempre está expuesta a un estado de situación, proceso de representación por el cual lo múltiple contado-por-uno se reclasifica y agrupa, en un intento, siempre truncado, de que todo se adscriba a un grupo definido sin dejar nada fuera. Un intento que no se llega nunca a completar. El estado de la situación –como el Estado político— nunca consigue dejar todo bajo orden. Es en ese vacío donde el acontecimiento se produce, como instante. Pero la huella de ese instante debe fijarse en un compromiso –el «encuentro» debe cristalizar, como escribía el último Althusser– y eso se produce, según Badiou, con la afirmación del acontecimiento por parte de los actores implicados en él. Cuando el actor afirma el acontecimiento surge la verdad, la verdad de la situación tal como ella fue transformada por el acontecimiento. Esa verdad es el resultado de la acción que, con el acto de afirmar, realiza el sujeto. Un sujeto que, en plena circularidad, sólo tendrá existencia como tal por medio de la afirmación y no antes. Como en la relación existencial entre causa y efecto, no existe lo uno sin lo otro. (Condiciones. [1992] Buenos Aires, Siglo XXI, 2002). No podemos detenernos aquí en los vericuetos de tan sugerente pensamiento, baste decir, a modo de reseña, que Badiou apunta al arte como uno de los cuatro procedimientos de verdad. Y asegura que la verdad propia de la filosofía, la Verdad, con mayúsculas, ha de estar vacía, no debe ser nada. Esa Verdad que no es, ha de «atrapar» las verdades que se producen en la ciencia, en el arte, en la política y en el amor, únicos procedimientos de verdad. Si la verdad vacía de la filosofía se transforma en sustancia, –por tanto, según nuestro esquema, en sustantivo y no en predicado–, si se convierte en «nombre», dice Badiou, entra en el desastre del pensamiento.

«La idea de que la Verdad es sustancia, produce el terror, así como produce el éxtasis del lugar y lo sagrado del nombre. […] Todo desastre real, en particular histórico, contiene un filosofema que anuda el éxtasis, lo sagrado y el terror», escribe Badiou. (Condiciones. p. 65)

 

Conclusión. Una verdad política del arte.

Para concluir, debemos señalar el grave riesgo que supone asumir la concepción de que el arte como mediación de verdad nos trae, no una verdad de hecho, sino una verdad superior y mística. Las consecuencias de mantener tal cosa se extienden a lo económico y a lo social. Al otorgar al arte esta potencia «divina» que permite el acceso a la «verdad última», se incurre en una sacralización y mitificación que, en última instancia, juega en contra de una verdadera transformación político-económica. En efecto, la sacralización de los autores –tomados como genios, como mediums que nos ponen en contacto con un más allá, con la Verdad–, y la consiguiente mitificación y fetichización de las obras de arte –convertidas en hierofanías– tienen consecuencias nada deseables para la situación económico-política del mundo del arte. Marcuse aseguraba que la esencia del arte está en su distanciamineto del proceso de producción material de la realidad establecida, y, gracias a esa condición separada, puede el arte desmitificar la realidad reproducida a lo largo de ese proceso. Sin embargo, podemos observar con claridad que en el arte hay un proceso productivo, con peculiaridades específicas respecto al resto de campos de producción que deambulan por el universo capitalista, pero, en cualquier caso, estamos ante un proceso productivo y comercial que dista mucho de ser justo. Y, por tanto, nos encontramos también ante unas relaciones de producción –irregulares y desiguales– que determinan fatalmente la situación social de los artistas. Al producir manifestaciones de lo sagrado –hierofanías–, al presentar al artista como el chamán que crea objetos de significado sobrenatural, el mundo del arte se perpetúa como uno de los campos de producción más desiguales entre sus miembros, premiando lo exclusivo y entronando al elegido, e imponiendo un star system en el que sólo unos pocos artistas viven a cuerpo de rey y la gran mayoría no llega a fin de mes.

La labor de desmitificación, por tanto, debe comenzar por el propio campo de la producción material artística. El sistema de mercado de cosas sagradas, adquiridas y coleccionadas por gente con mucho dinero que compra el mito, no parece ser el mundo del arte que deseemos. Y, hasta que esta asunción  de la verdad mística del arte no se combata con éxito, no se podrá reestructurar económica y políticamente el campo de producción artística. Obviamente, la obra de arte como mediadora de  una verdad última no es el único factor que obstaculiza la lucha por un mundo del arte más igualitario, intervienen otros factores estructurales, pero consideramos decisiva esta extendida asunción romántica, pues constituye una deformación ideológica que favorece a un sistema tirano. Si sólo le damos valor al arte por su capacidad de llevarnos a verdades últimas, por su carácter religioso –místico o mesiánico–, desatendemos ese otro valor, el valor del trabajo –sea manual o intelectual– que hay detrás de la producción artística. Mientras el artista sea considerado un médium o un Mesías, y no un trabajador, el producto de su trabajo será valorado como un milagro y no como una transformación material-simbólica con una función social, sin imposturas mesiánicas, ni aspiraciones místicas. Si el arte puede ser mediador de alguna verdad, esa verdad ha de ser entendida como relación –correspondencia, coherencia o validación intersubjetiva–. Y una buena verdad a transmitir con los medios del arte puede ser este hecho de flagrante desigualdad en el mismo seno de su producción.

Preferimos, en fin, un arte que no hable el lenguaje de lo sagrado. Y si llega a ser ‘místico’, si consigue proporcionarnos una distorsión perceptiva y sensorial que nos acerque a lo inefable, sepamos que estamos ante un estado alterado de la conciencia, una actividad neuronal que produce una ilusión, no ante la comunión con lo Absoluto, experiencia que no tiene precio, y si la tiene, en última instancia, sólo podrá ser adquirida por las garras del poder económico.