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PSJM es un equipo de creación, teoría y gestión formado por Cynthia Viera (Las Palmas G.C., 1973) y Pablo San José (Mieres, 1969).

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Exceso de escasez

PSJM

II Seminario Atlántico de Pensamiento «Exceso y escasez en la era global».

En primer lugar me gustaría agradecer, en nombre de quienes componemos el equipo PSJM, Cynthia Viera y yo mismo, Pablo San José, la oportunidad brindada para desarrollar un tema que se muestra extraordinariamente sugerente y que de hecho subyace implícito en nuestra obra como colectivo que produce arte contemporáneo. Nuestro equipo, PSJM, es una marca comercial que actúa en la institución arte. Adoptar los procedimientos estéticos, estructurales y operativos del mundo de la empresa para generar un discurso crítico, supone sacar a la luz también una obra de carácter globalizado y manejar siempre los códigos de la producción industrial, el consumo desmedido y su desmedido aparato de seducción espectacular. El tema propuesto por tanto  aparece ante nosotros como un punto de partida inductor de algunos temas relacionados, que rápida y chispeantemente alborotan nuestra máquina de pensar. Poner en orden estas ideas y conducirlas por el sendero del discurso es lo que con mayor o menor acierto vamos a tratar de hacer aquí.

Quisiera comenzar desvelando el enigma de las imágenes que nos acompañan, a partir de las cuales seguramente la mayoría de los presentes ya habrá realizado una interpretación. Se trata de una serie de fotografías tomadas en la ciudad brasileña de Sao Paulo. Nuestra exposición individual en la Galería Baró Cruz nos llevó a esta macro-urbe donde nos aguardaba un hecho singular y ciertamente paradigmático. La creatividad publicitaria brasileña, y las agencias de Sao Paulo en particular, ocupan siempre los primeros puestos en los palmarés de los festivales internacionales de creatividad. Este hecho y la consabida saturación de publicidad exterior característica de las grandes centros demográficos latinoamericanos, merecía una mirada atenta a través de la ventanilla del taxi que nos recogió en el aeropuerto, y la sorpresa fue mayúscula. El paisaje paulista, aún saturado de soportes publicitarios, permanecía poblado de estos fantasmas de la comunicación. Aquí y allá la publicidad comercial te acosaba para decir nada. Un exceso de escasez, un impresionante despliegue donde no hay mensaje, sólo medio, y donde inevitablemente el significado del mensaje lo escenifica el propio medio. En los quince días que permanecimos en la ciudad tuvimos tiempo de recoger un enigmático documento gráfico que habla… del silencio. Al informarnos, descubrimos que esta extraña situación era consecuencia de una reciente ley del gobierno municipal que persigue acabar con la saturación publicitaria.

Más del 70% de las vallas destinadas a mensajes comerciales debía ser retirado en un plazo de tres meses, nosotros tuvimos la fortuna de estar allí en ese periodo y admirar una de esas visiones paradójicas que el sistema de consumo nos proporciona y que constituyen la materia prima de nuestro trabajo. Desgraciadamente nos fue imposible retratar una de las situaciones más absurdas, en la que una de estas vallas se hallaba iluminada en la oscuridad de la noche, representando involuntariamente la imagen fantasmagórica de la mercancía.

El exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo caracterizan lo que Marc Augé denomina «sobremodernidad», que otros llamaran postmodernidad. Para el antropólogo galo más que una ruptura con la modernidad, la «sobremodernidad» viene a suponer un exceso de modernidad por medio de la aceleración de sus factores constitutivos. El exceso de información produce la sensación de que la historia se acelera. El conocimiento diario, casi minuto a minuto, de todo lo que pasa en el mundo, o más bien de la tendenciosa y parcial información que se nos hace llegar, unido a la sospecha de que aquello que suceda en cualquier parte del globo tendrá consecuencias para nosotros, nos sitúa directamente «dentro de la historia», o como asegura Augé, de «tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana». Esta superabundancia de información tiene como corolario nuestra capacidad para olvidar. Un acontecimiento espectacular eclipsa al anterior y será velado en nuestra memoria por el suceso sensacionalista que le sigue, como en la composición de colores catódica, donde la suma saturada de RGB tiene como resultado el blanco, el vacío luminoso.

La saturación informativa es hermana del exceso de imágenes ofrecidas por los medios de masas. Siguiendo el análisis de Augé, la imagen recibida coloca al mismo nivel hechos dispares que sin duda no pueden tener la misma importancia, iguala acontecimientos tales como el número de muertos en Irak o la clasificación de la liga de campeones. Del mismo modo iguala personas: las figuras de la política, las estrellas del espectáculo, del deporte y de la televisión son presentados como personajes protagonistas de la película «realidad informativa». Y desde luego hace incierta la distinción entre lo real y la ficción, ya que los acontecimientos están concebidos y escenificados para ser vistos en televisión. (El desembarco en Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante de centenares de periodistas). Añadamos a estos efectos de la poderosa presencia de la imagen su capacidad de generar adicción, aislando al individuo y ofertándole simulacros del prójimo.

Cuanto más nos abandonamos a la imagen, más se reduce el tiempo invertido en la actividad de negociación con el prójimo, que es la reciprocidad, constitutiva de nuestra identidad. Y es aquí, en ese tercer componente del concepto de «sobremodernidad», el exceso de individualismo, donde despunta la situación paradójica contemporánea, ya que asistimos a una individualización pasiva, completamente distante del individualismo conquistador del ideal moderno: una individualización de consumidores, cuyo germen se encuentra, sin lugar a dudas, en el vertiginoso desarrollo de los medios de comunicación (1).

Encontramos en esta visión de la sociedad contemporánea dibujada por Augé, planteamientos que la relacionan con aquellos del espectáculo situacionista, el simulacro de Baudrillard o el hombre unidimensional del olvidado Marcase. Pero vamos a interesarnos ahora por su evidente correspondencia con las reflexiones de otro pensador, también francófono: Gilles Lipovetsky y su lógica paradójica de las fuerzas que tensan la sociedad de consumo. Dice Lipovetsky: «no vivimos el fin de la modernidad, estamos por el contrario, en la era de la exacerbación de la modernidad, de una modernidad elevada a una potencia superlativa. Estamos en una era «hiper»: hipercapitalista, de hiperpotencias, hiperterrorismo, hipervacaciones, hiperindividualismos, hipermercados» (2). Y en otra parte: «la hipermodernidad implica exceso, un crecimiento fuera de los límites como por ejemplo: la clonación, la biotecnología, la cirugía estética, la conquista del espacio, los malls, el turismo y la pornografía. Una lógica espiral infinita que también se manifiesta en pequeños fenómenos: el uso de drogas en el deporte extremo, la obesidad (emblema de la hiper-sociedad), la anorexia, la bulimia y las adicciones de todo tipo. La hipermodernidad es una sociedad rica en tensiones paradójicas que chocan en el tiempo» (3). El autor propone el término hipermodernidad, no en sustitución de postmodernidad como hiciera Augé, sino que éste comprendería una tercera fase en el proceso de modernización. En sus textos arguye que hace veinte años «postmodernidad» suponía un neologismo adecuado para los radicales cambios producidos respecto al pasado moderno dominado por la producción, y que ahora se quedaría desfasado.

Pero al describir la hipermodernidad, Lipovetsky otorga a esta fase rasgos claramente formativos del concepto de potmodernidad, por lo que, a nuestro modo de ver, no existe una diferencia sustancial entre ambas fases que pueda determinar una ruptura clara. Sin embargo, y pasando por alto este asunto, lo que nos interesa aquí es su sagaz comprensión del papel del individuo en una sociedad excesiva. Lipovetsky no nos presenta un individuo pasivo, alienado (que dirían Marx y sus muchos epígonos), por el contrario habla de un individuo libre, pero frágil y vulnerable, dejado a su suerte en un presente inestable y con perspectivas de un futuro incierto. Alejándose de la concepción fatalista que ha dominado gran parte la teoría sociológica, brilla aquí una postura más optimista, aunque también crítica.

Y no podría ser de otro modo, si realmente queremos entender las señales que iluminan estas autopistas por las que corre la sociedad contemporánea. Sociedad de consumo paradójica que con sus tendencias de normalización técnica y desigualdad social, produce simultáneamente el orden y el desorden, la independencia y la dependencia subjetiva, la moderación y la desmesura. Porque la hipermodernidad no es solamente una era gobernada por el mercado y los rendimientos técnicos, también es un momento de expansión de los valores humanísticos y democráticos. «Cuanto más se impone la comercialización de la vida, más celebramos los derechos humanos. Al mismo tiempo, el voluntariado, el amor y la amistad son valores que se perpetúan e incluso se fortalecen» (4).

En todo caso, y aunque siempre se agradecerá una apreciación positiva de lo que pasa, no podemos bajar la guardia. Porque si giramos la moneda y observamos el otro lado de la sociedad del exceso consumista, si miramos el lado de la escasez, de las personas que viven en ella y que suponen la inmensa mayoría de la población mundial, la visión se torna oscura, triste e indignante. Sobra decir que el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado por la humanidad permitiría sin problemas acabar con el hambre.

Jamás hubo tanta riqueza en el mundo, el problema, cómo no, radica en su distribución. Parece ser que el nivel de desarrollo moral no corre parejo al nivel de desarrollo productivo. El sociólogo, político y Relator Especial de Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, Jean Ziegler, encabeza uno de los capítulos de su último libro con el título: «La escasez programada» (5). Ziegler es un crítico implacable con las sociedades transcontinentales privadas de la industria, la banca, los servicios y el comercio, y también con las personas que las dirigen, a los que gusta llamar depredadores, cosmócratas o nuevos señores feudales del imperio de la vergüenza. En sus escritos asegura que han surgido sistemas feudales de nuevo cuño, «más poderosos, más cínicos, más brutales y más astutos que los antiguos». Y como su predecesor, el nuevo señor feudal somete a sus siervos a través de la deuda. En este nuevo feudalismo planetario los cosmócratas «organizan la escasez a conciencia, de acuerdo con la lógica del máximo beneficio. El precio de un bien depende de su escasez. Cuanto más escaso es un bien, más elevado es su precio. La abundancia y la gratuidad son las pesadillas de los cosmócratas, que dedican esfuerzos sobrehumanos a conjurar su perspectiva. Sólo la escasez garantiza el beneficio. ¡Organicémosla!» Remata irónicamente Ziegler.

Y es que indiscutiblemente los alrededor de cuatro mil millones de personas que viven con menos de dos dólares diarios se encuentran en el punto de mira de las grandes corporaciones. De hecho, hay quien, desde el pináculo del mundo de los negocios, pretende aliviar la pobreza creando nuevos consumidores pobres.

Es la propuesta del gurú de la estrategia multinacional C.K. Prahalad, que inicia su libro «The fortune at the botton of the pyramid» con esta declaración de intenciones: «Si dejamos de pensar en los pobres como víctimas o como una carga y comenzamos a reconocerles como persistentes y creativos empresarios y consumidores conscientes del valor, un completo nuevo mundo de oportunidades se abrirá». Prahalad sugiere que cuatro mil millones de pobres puedan ser el motor del siguiente capítulo del comercio y prosperidad globales, y pueden ser una fuente de innovaciones. Servir a los clientes de la Base de la Pirámide requiere que las grandes firmas trabajen en colaboración con las ONG y con los gobiernos locales. Además, el desarrollo del mercado en la Base de la Pirámide también crearía millones de nuevos empresarios a los niveles más bajos. La estrategia a seguir pasa por una modificación estructural del funcionamiento de las compañías, y no confinar estas actividades a las secciones de responsabilidad social de las empresas, que en la mayoría de los caso no son más que departamentos creados para lavar su imagen de marca. Se trata de crear nuevas soluciones adecuadas a este inmenso mercado, con el desarrollo de nuevos productos, nuevas políticas de precios, nuevas formas de promoción y nuevas formas creativas de distribución. Para realizar su sueño, hacer un bien social consiguiendo pingües beneficios, el profesor americano deposita todas sus esperanzas en la probada eficiencia de las tecnologías de la comunicación, como los móviles o Internet, y en la fácil adaptación de los pobres a la era digital. Y detalla en su best-seller ejemplos de empresas que en Brasil, India, o México son pioneras en la adecuación de sus políticas empresariales a estos mercados. La motivación final de Prahalad es la de convertir la pirámide social en un diamante, cuya geometría esté dominada por una descomunal clase media. De alguna forma, y aunque toda esta propuesta desprenda el desagradable olor del neo-liberalismo, parece que Prahalad intenta marcarle instrucciones precisas a la mano invisible de Adam Smith, sin embargo se sigue confiando en la vieja teoría liberal de que el egoísmo de unos puede propiciar el bien para todos.

Con todo, llevar a cabo la erradicación de la pobreza y convertir a los estados en vías de desarrollo en naciones productoras capaces de asegurarse una estabilidad política, social y económica haría saltar la alarma sobre ese otro gran problema de escasez al que se enfrenta el planeta, la carencia de recursos energéticos, que, junto con la amenaza terrorista global, componen la «pareja del miedo», hábilmente manipulada por la clases dirigentes para controlar a la población. Desde luego el salto de las economías en desarrollo a la estabilidad tendría que pasar por una planificación que controlara los efectos ambientales de tal proyecto y sobre todo el compromiso de los países industrializados de bajar el listón haciendo efectivo un consumo responsable. La pregunta es ¿puede una sociedad hedonista, preocupada únicamente por los placeres inmediatos, consumir de modo responsable?

Sociedad hedonista y consumista. Lujo y despilfarro. Convendría detenernos un momento en el significado del término hedonista, alegremente pronunciado cuando se habla de nuestra  sociedad contemporánea del deseo. El hedonismo clásico de Epicuro se caracteriza por su ascetismo. Si bien promulgaba que el fin último del ser humano radica en la búsqueda del placer (hedoné) y la huida del dolor, las palabras de Epicuro no dejan lugar a dudas: «Pues ni los banquetes ni los festejos continuados, ni el gozar con jovencitos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrecen las mesas bien servidas nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero que examina las causas de cada acto de elección o aversión y sabe guiar nuestras opiniones lejos de aquellas que llenan el alma de inquietud» (7). Tanto el hedonismo clásico como el moderno estiman los placeres espirituales e intelectuales en muy mayor grado que aquellos de la carne. Fundada por Jeremy Bentham y difundida por Stuart Mill, la versión moderna de esta teoría ética supone el paso del hedonismo egoísta al hedonismo universalista o utilitarismo. Aunque considera la amistad como el valor más preciado, la filosofía epicúrea niega que, por naturaleza, el ser humano esté destinado a vivir en sociedad. Por el contrario, el utilitarismo tiene como objetivo último el de lograr «la mayor felicidad para el mayor número». El primero sitúa el bien en el placer individual, mientras que el segundo afirma como bien supremo el placer, el bienestar y la utilidad sociales; el hedonismo tiene carácter individualista, el utilitarismo es de índole socialista (8).

Como vemos las ideas y teorías, como la vida, son poliédricas y en muchos casos combinan extremos aparentemente irreconciliables. En «Las contradiciones culturales del capitalismo» Daniel Bell (9) auguraba un desenlace fatal para el capitalismo, herido de muerte en el conflicto que se podría crear entre la ética del trabajo, hija del ascetismo protestante (10), y el nuevo estilo de vida basado en el placer en tiempo presente que da forma al consumismo. Según apunta Vicente Verdú, esta tensión más que desembocar en el conflicto temido, produjo un efecto acelerador: «Contradicciones, sí, pero en lugar de romper inutilmente el mecanismo, desencadenaron un superaccidente de cuya influencia el capitalismo salió tan rejuvenecido como un exfoliante de Clarins»(11). Y otra vez Lipovetsky nos desvela una paradoja, esta vez referida al germen de la contracultura que se opone al sistema consumista y a su irónico destino.

«El hedonismo de masas, el ocio, la multiplicidad de posibilidades suscitada por los bienes y servicios de la abundancia contribuyeron a reforzar aún más la reivindicación de la autonomía personal, hasta el punto de anexionar el mismo espíritu revolucionario. Mayo del 68 solo es en apariencia antinómico con el neocapitalismo de las necesidades, de hecho fue este último el que permitió la explosión polimorfa de los deseos de independencia, el que permitió la emergencia de una utopía hedonista, de una revolución cultural que exigía el “tout, tout de suite” (todo, ya)» (12). Al igual que la vieja proclama de aunar arte y vida eclamada por las primeras vanguardias ha llegado a ser realizada en la estetificación difusa del sistema de consumo, las demandas de los revolucionarios sesentayochistas se han visto plenamente cumplidas en un capitalismo al que todo le vale.

Tanto la negación como la afirmación, la revolución o el terrorismo, todo es susceptible de ser incorporado al espectáculo, renovándole, haciéndole más fuerte, como esos monstruos de la ciencia ficción que crecen y engordan cuando se les dispara, cuanto más letal es la munición que se les asesta más terriblemente monstruosos se vuelven. O quizá, este capitalismo avanzado sea uno de esos monstruos que, como el Frankenstein nacido de mil partes, posee un tierno corazón y una irrefrenable furia destructiva.

No conviene, sin embargo, sumirse en la desesperanza y perder la ilusión de construir un mundo libre, igualitario y fraternal, aunque las ironías del destino o la lógica del sistema transformen todo intento en espectáculo y mercancía.

Debemos seguir adelante, ser conscientes de la potencialidad absorbente del capitalismo y quizá buscar ahí las oportunidades. La mayoría de los observadores y activistas depositan sus esperanzas hoy en ese amalgama político de resistencia que es el movimiento antiglobalización. Nuevos movimientos sociales que desechan la idea de un programa común, de un partido unificador y dogmático que sobradamente ha demostrado su ineficacia. Y es que el tema que nos ocupa, aquel del exceso y la escasez, se encuentra en la base misma del pensamiento socialista. La confianza en la abundancia producida por el capitalismo como inductora de la revolución y también, la que se creía abundancia inherente al sistema de producción socialista. Escribe Marx en la Ideología Alemana: «Para que se convierta en un poder «intolerable», es decir, un poder contra el cual se hace una revolución, es necesario que haya procreado a la masa de la humanidad como absolutamente «sin propiedad» y, al mismo tiempo, en contradicción con un mundo existente de riqueza y de cultura, las cuales, ambas, presuponen un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de desarrollo. Y por otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas (…) es también una condición práctica absolutamente necesaria, porque sin él solo se generaliza la escasez»(13). Y en el Manifiesto Comunista: «En lugar de engendrar la miseria, la producción superior a las necesidades perentorias de la sociedad (comunista) permitirá satisfacer las demandas de todos los miembros de esta, engendrará nuevas demandas y creará, a la vez, los medios de satisfacerlas» (14). En suma, y como afirma Félix Ovejero Lucas, «la abundancia hace posible que una sociedad igualitaria se pueda mantener con razonables vínculos fraternos y permita el respeto a la elección autónoma de los proyectos de vida y, por ende, a la autorrealización, sin necesidad de intromisiones sistemáticas de las instituciones que frustrarían la realización de tales ideales.» Ovejero Lucas señala aquí acertadamente uno de los callejones sin salida en los que se encuentra la teoría socialista: la empírica existencia de la escasez, tanto en la forma socialista como en la capitalista (15).

De cualquier modo, no todos los pensadores de corte marxista se han mostrado seducidos por las bondades de la abundancia. El disidente de la Escuela de Frankfurt, Erich Fromm, culpa a la abundancia como origen de la agresividad, la dominación y la guerra. Desde los comienzos de la vida humana se vivió en una situación de necesidad general. La escasez, reinó hasta la llegada de la Revolución Neolítica. Es entonces cuando el ser humano inicia su producción material, plantando, edificando y preocupándose de forma inédita por almacenar bienes.

La cultura y las ciudades surgieron y con ellas comenzó súbitamente la época de una «relativa abundancia». Relativa, ya que no era suficiente para que todos la disfrutaran. Por un lado posibilitó a la humanidad crear cultura, ahora que se disponía de una base material para construir edificios, organizar Estados o alimentar filósofos. Pero por otro, la escasez relativa condujo a que un pequeño grupo debiera explotar al grupo de la mayoría. «El guerrear no es, como muchos insisten en señalar, algo enraizado en el instinto humano; las empresas bélicas comenzaron en la época neolítica, cuando hubo algo que valía la pena quitarle a otros».

El psicólogo social y psicoanalista alemán busca la demostración de esta teoría en datos antropológicos. Fija su mirada en toda una serie de razas primitivas contemporáneas en las que, en general, no se aprecia ninguna agresividad particular, por el contrario reina el espíritu de amistad generalizado. Entre estas se hallan los indios pueblo, habitantes de los Estados Unidos y comunidad donde no se registran delitos, no existe la propiedad privada, ni explotación, ni jerarquías. Fromm asegura que este tipo de razas viven en una democracia profundamente arraigada, donde, por ejemplo, las relaciones sexuales prematrimoniales son completamente libres y las sexualidad no va acompañada del sentimiento de culpa. Cazan y recolectan lo que necesitan y en definitiva: «no están obsesionados por la idea de que se deben utilizar más cosas, ahorrar más, tener más, por lo que viven en general muy contentos. Tales razas constituyen la verdadera sociedad de la abundancia, no porque sean ricos, sino porque no quieren más de lo que tienen». Con la abundancia relativa la democracia natural cede su puesto a una jerarquía en la que todos obedecen (16). Difícilmente podremos nosotros volver a ese estado de felicidad natural y, de hecho, no parece aconsejable ya que, si bien habría mucho que ganar, también se perdería mucho con el hipotético cambio.

Un argumento antropológico similar domina «La teoría de la clase ociosa» del americano de origen noruego Thorstein Veblen. Este ensayo sorprendentemente se ocupa del fenómeno del consumo, en una época, 1899, en la que todas las miradas se dirigían a la producción. Como consecuencia de la propedad privada y su genesis, según Veblen, surge también la comparación envidiosa, desarrollándose lo que él llama consumo conspícuo y precisa en su ácido análisis de la sociedad de finales del XIX un detallado muestrario de signos de distinción y dominación simbólica, si queremos utilizar los términos más actuales acuñados por Bourdieu (17). De tal modo que, cuando analiza la belleza y su valor en las estructuras sociales, Veblen sentencia: lo caro es bello.

«La utilidad de los artículos valorados por su belleza depende muy estrechamente de lo caros que sean estos bienes». «El requerimiento del gasto ostentoso no se encuentra conscientemente en nuestros cánones del gusto, sin embargo constituye una norma selectiva y sustancial de nuestro sentido de lo que es bello». «Ocurre frecuentemente que un artículo el cual sirve a los propósitos honoríficos de gasto conspicuo es al mismo tiempo un objeto bello. El oro, por ejemplo, posee un alto grado de belleza sensual y muchas, si no la mayoría, de las más caras obras de arte, son intrínsecamente bellas».»La sensual belleza de las piedras preciosas, su rareza y su precio les añaden una expresión de distinción que ellas nunca tendrían si fueran baratas». «Pero la utilidad de estas cosas para el que las posee se debe normalmente menos a su belleza intrínseca que al honor conferido por su posesión y consumo. Estos objetos son valorados si pueden ser apropiados o monopolizados, su exclusivo disfrute gratifica el sentido de superioridad pecuniaria del que los posee, al mismo tiempo que su contemplación gratifica su sentido de la belleza» (18).

Esta percepción del valor estético nos conduce directamente a la tasación estética en el tiempo presente y al funcionamiento de un mercado de arte contemporáneo basado en la exclusividad, el fetichismo y la escasez programada. Esta escasez programada, de consecuencias menos dramáticas que aquellas de las que hablara Ziegler, llega al absurdo cuando reparamos en la distribución y comercialización de los nuevos medios tecnológicos aplicados a la creación artística actual. La reproducción del vídeo, la fotografía y otros medios de producción industriales o digitales utilizados hoy por un gran número de artistas ha de ser cercenada artificialmente, numerando sus copias y creando una escasez planificada para mantener vivo el mercado del fetiche artístico. Viene al caso ahora comentar una de nuestras piezas que se fundamenta en estas preocupaciones. La obra «Fuera de contexto, dentro del mercado» se desplegaba en diferentes soportes. Se editaron dos modelos de mecheros BIC, en uno de ellos se podía leer «este mechero es una obra de arte», en el otro «este mechero no es una obra de arte».

Nuestras azafatas, ejecutando lo que nosotros llamamos performance corporativo, regalaban al público asistente los mecheros e informaban sobre la existencia de dos de estos objetos, uno de cada tipo, seleccionados al azar que se encontraban dentro de una urna situada en el centro de la galería, y a los que se les había dado el valor de 1.000.000 de euros. Así, la obra de arte reproducida industrialmente es regalada proponiendo una distribución democrática, mientras que el símbolo de su escasez programada era irónicamente reservado a la máxima exclusividad, ineficaz por otro lado, al ser desvelado su absurdo.*

Tras esta media hora de disertación construida con la técnica del bricolage, o también, como la sesión de un DJ, donde el autor compone su discurso mezclando propuestas de otros autores y donde, al igual que con en el ready-made, es la «selección» la que sirve como primordial procedimiento en la creación de significado, me gustaría ahora atender a asuntos artísticos y a su relación con el exceso y la escasez. Sin ánimo de pormenorizar detalladamente una taxonomía de obras y autores donde estos temas se hallen presentes, sí quisiera apuntar brevemente el trabajo de algunos artistas interpretado bajo los presupuestos de carencia y abundancia, anorexia y obesidad, reduccionismo y saturación formal.

La era industrial trae consigo dos tipos de arte generalmente contemplados como antitéticos, pero cuyas relaciones son más complejas e intrincadas de lo que una mirada simplista pudiera descubrir. Nos referimos al arte de vanguardia y al arte de masas. Si bien se ha dicho que el arte moderno nace como reacción a la industrializada sociedad de masas y sus mecanismos alienantes, Andreas Huyssen recogiendo el testigo de Peter Bürger (19), acierta al diferenciar entre un arte moderno, dedicado en pleno al arte por el arte y un arte de vanguardia, defensor de la integración del arte en la vida y la realidad social. Esta última tendencia encarnada en movimientos como Dada o el constructivismo se alimentan del mismo combustible que hace girar los engranajes de la sociedad industrial. Como quiera que sea, la historia del arte moderno, forjada por aquellos que defendían la autonomía del arte y los que intentaban disolverlo en lo real, está marcada por el reduccionismo formal, que comienza con los ensayos impresionistas hasta llegar a las propuestas más radicales. Podemos decir, sin miedo a errar, que las vanguardias se caracterizan tanto por su escasez formal como por sus actitudes excesivas. Una tensión paradójica similar se crea en la fabricación industrial de objetos, los cuales deben tener formas sencillas para reducir el coste de su masiva y excesiva producción. En este sentido el desgastado lema «Menos es más», que pronunciara Mies van der Rohe, significaría sobre todo «menos costes, más beneficios». Las rutas del movimiento moderno y la economía capitalista se unen en encrucijadas insospechadas.

Resulta obligado señalar dos obras del primer decenio del siglo XX, prácticamente realizadas en las mismas fechas. Son el «Cuadrado negro» de Malevich y el «La Fontaine» o urinario de Marcel Duchamp. La primera lleva al límite la reducción extrema en pintura y la segunda en escultura. Aunque no es del todo correcto llamar a los ready-made esculturas, ya que si la escultura engloba a todas las obras de arte en tres dimensiones debería la arquitectura estar incluida también en esta categoría. Como quiera que sea no vamos a enredarnos aquí en marañas terminológicas de tal calibre, lo que nos interesa ahora es la importancia de estas piezas y estos artistas como final de un proceso de experimentación formal o conceptual y como el principio de un arte, el contemporáneo, que no podríamos entender sin sus precursoras aportaciones. Estas obras suponen un punto de inflexión en el transcurso del arte contemporáneo, a partir de entonces el arte no será lo mismo.

Avanzando bastante en el tiempo y situándonos en la época de las segundas vanguardias vamos a detenernos ahora en dos trabajos de carácter espacial que también llevaron al extremo la lógica del reduccionismo en un caso y la saturación en otro. Nos referiremos en primer lugar a la exposición «El vacío» de Yves Klein, inaugurada en 1958 en la galería parisina de Iris Clert. Klein era conocido en el mundo del arte parisino como el «monócromo» ya que su experimentación en el campo de la pintura le había conducido a realizar toda una serie de cuadros de un solo color, un color azul que él mismo había registrado como Yves Klein Blue. El artista había llegado a la conclusión de que la idea como obra de arte es más importante que la propia obra material llevada a cabo. Como radical consecuencia de su evolución pictórica, esta vez no expuso nada visible o palpable, sino lo «inmaterial», que fue visitado y experimentado por más de 3.000 personas. Como respuesta, un año más tarde su amigo y compañero de grupo de los «nuevos realistas», Arman, instaló en la misma galería «Lo lleno», una «acumulación» de objetos amontonados del suelo al techo que no permitían el acceso a la sala. Mientras el arte se vaciaba de materia, la realidad se iba llenando de objetos. Comenzaba la era del consumo desmedido.

Robert Barry formaba parte del grupo original de creadores que más tarde serían conocidos como conceptualistas. Fuertemente influenciados por en el estructuralismo de Lévy-Strauss y Piaget, la fenomenología de Merleau-Ponty y la filosofía del lenguaje de Wittgenstein, los artistas asociados con el conceptualismo llegaron a esta radical postura, que reducía la obra a lenguaje, en muchos casos a partir de un compromiso anterior con las estructuras reductivas de orientación epistemológica del arte minimalista y buscando la salida del atolladero a los cubos y estructuras cúbicas relacionadas que esta corriente producía. «Si la apología de esos cubos se basaba enteramente en un conjunto de reglas epistemológicas (juegos de lenguaje), ¿cuál era la importancia entonces de su presencia física o, incluso de su visibilidad? (20) La invisibilidad de la materia fue el tema de las primeras obras de Barry, concretamente en sus series Carrier Wave (Onda de frecuencia) de 1968 y Inert Gas (Gas inerte) de 1969. Pero estas piezas aún trabajaban, como en el vacío de Klein, con el componente material aunque este fuese gaseoso. Es en su serie Psychic de 1969 donde Barry alcanza el máximo grado de reducción y abstracción. Se trata de trabajos verbales como este:

 

Todo lo que sé
pero en lo que no estoy
pensando en este momento
1:36 p. m., 15 de junio de 1969.

 

La inmaterialidad es superlativa porque la obra no la constituye esta frase, como podría ser el caso de Kosuth o Art&Language que necesitan como mínimo tinta y papel para formalizar su trabajo, la obra es lo que Barry declara, eso que él sabe en esa fecha concreta y en lo que no está pensando en ese momento. Puede ser muy ilustrativa la imagen del dedo señalando, que data de los días de infancia de la publicidad, y que fue empleada casi como una seña de identidad por los artistas Fluxus.

Esta imagen «subraya el acto declarativo y performativo de ver y nombrar el objeto hallado y su transferencia de un contexto discursivo a otro» (21). Lo que Robert Barry señala como obra de arte se encuentra en la mente, quizá su única materia sea neuronal. En todo caso estamos ante un trabajo que lleva al límite la postura reduccionista, que cierra una puerta y quizá abra otras, como sucede con toda actitud excesiva en el arte.

Si bien las obras de Klein y Arman que hemos visto anteriormente representan casi sincrónicamente, en una época proto-post-moderna, esa paradója social que Lipovestky describe como un mundo desmedido que tanto fomenta la anorexia como la obesidad, la evolución de los dos artistas americanos que siguen nos muestra diacrónicamente el paso de la escasez al exceso total. Hacer un recorrido por la evolución plástica de Frank Stella y Jeff Koons conllevaría un estudio profundo que por razones obvias no vamos a desarrollar aquí, por tanto mostraremos en cada caso una pieza primera y otra última de su trayectoria.

La serie Black Paintings de 1960 con la que debutó Stella nos muestra una actitud ante la pintura que se entronca en la tradición iniciada por Malevich, y que pasa en este caso por los cuadros del mismo título que Ad Reindhart  elaborara pocos años antes que los de Stella. No solo estamos aquí ante una extrema economía de formas, sino también ante la reducción total de la subjetividad como reacción al romántico expresionismo abstracto.

Pintura industrial aplicada con brocha de pintor comercial. Las bandas que vemos son el resultado del ancho estándar de esa brocha, como hiciera luego Buren reproduciendo ad nauseam las bandas estandarizadas de los toldos. Si Malevich pretendía huir de la representación de la naturaleza para crear naturaleza misma, Stella se afana por crear artificialidad, convirtiendo la pintura en objeto. La escasez programada y el positivismo radical se van dejando de lado en el transcurso de su carrera, entremezclando círculos primero y complicando la composición cada vez más.

Los abigarrados relieves que comienza con su serie Exotic Bird de 1976 desembocan en caóticas y saturadas composiciones basadas en sus experiencias con el ordenador que podemos ver en esta imagen de la serie Imaginay Places fechada en 1994. Exceso de imágenes, exceso de información, exceso de individualismo; estas obras monumentales entran de lleno en la sobremodernidad.

Si Stella parte de Malevich, Koons inicia sus andares recuperando a Duchamp. Pero si el ready-made clásico toma el objeto producido industrialmente y lo coloca en la institución arte para crear un nuevo significado, Koons privilegia la presentación comercial de estos objetos, su seductora llamada desde el escaparate. El alto coste de producción de estas piezas, 3.000$, obligan al joven Koons a trabajar vendiendo acciones en Wall Street. Para este vendedor nato, la investigación de aquello que hace sensual a una mercancía, el sex appeal de los productos de consumo, supone el núcelo argumental de toda su obra. Hasta llegar a sus obras más recientes, donde como en el caso de Stella, se abandona la economía de formas, en este caso para generar confusas composiciones pictóricas, saturadas de imágenes que desprenden deseo por todos sus poros. La imagen misma del espectacular esplendor del exceso consumista.

Quisiera finalizar esta apresurada muestra de obras con dos piezas recientes que escenifican a la perfección el paradógico tiempo que vivimos. La primera, el Convertible Fat Car de Erwin Wurm producida en 2005, podría ser considerado el símbolo inequívoco de nuestra opulenta y obesa sociedad del despilfarro. La segunda, titulada Always del irónico artista español Eugenio Merino, presentada en Basel en 2007,  entra de lleno en la crítica de la escasez organizada por las compañías transnacionales. Quedémonos con estas imágenes en la memoria, porque quizá el arte verdaderamente relevante de nuestros días pasa por el compromiso de generar discursos que activen la conciencia del espectador. Porque cuando se vive en un mundo donde impera el exceso de escasez pensar en estética resulta irrelevante.

NOTAS

(1) Augé, Marc (1992), Los no lugares, Gedisa, Barcelona, 2004. Y también en www.memoria.com.mx/129/auge.htm

(2) Recogido por Antonio Torrejón sobre la charla «Tiempos hipermodernos. El ocaso de la postmodernidad», impartida por Gilles Lipovetsky en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. 2004. En www.barilochenyt.com.ar/hipermodernidad.htm.

(3) Lipovetsky en www.matosas.typepad.com/competir_con_la_mente/2007/09/hipermodernidad.html

(4) Lipovetsky, Gilles (2004), Los tiempos hipemodernos, Anagrama, Barcelona, 2006.

(5) Ziegler, Jean (2005), El imperio de la verguenza, Taurus, Madrid, 2006.

(6) Prahalad, C.K., The fortune at the botton of the pyramid, Wharton School Publishing, Pennsylvania, 2005.

(7) Epicuro (alrededor de 300 a.C.), Carta a Meneceo, en Obras, Altaya, Barcelona, 1995.

(8) Stuart Mill, John (1863), El utilitarismo, Altaya, Barcelona, 1995.

(9) Bell, Daniel (1976), Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1996.

(10) Weber, Max, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Istmo, Madrid, 1998.

(11) Verdú, Vicente, Yo y tú, objetos de lujo. El personismo: la primera revolución cultural del siglo XXI, Debate, Barcelona, 2005.

(12) Lipovetsky en www.alfonselmagnanim.com/DEBATS/81/quadern05.htm. Sobre cómo la rebeldía contracultural, lejos de frenar a su oponente, concluye en un incremento del consumo «alternativo», ver: Joseph Heath y Andrew Potter, Rebelarse vende, Taurus, Madrid, 2005.

(13) Marx, Karl (1845/1846), La ideoloía Alemana (I) y otros escritos filosóficos, Losada, Madrid, 2005.

(14) Marx, Karl (1848), Manifiesto del Partido Comunista, Mestas, Madrid, 2003.

(15) Ovejero Lucas, Félix, Proceso abierto, El socialismo después del socialismo, Tusquets, 2005.

(16) Fromm, Erich (1983), Sobre los orígenes de la agresión, en El amor a la vida, Altaya, 1993.

(17) Bourdieu, Pierre (1979), La Distinción, Criterio y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1988.

(18) Veblen, Thorstein (1899), The theory of the leisure class, Dover, New York, 1994. Con relación al descrédito de la belleza en el arte moderno y a su sustitución por el término «interesante» como valoración del arte contemporáneo ver «Sobre la belleza», artículo publicado por Susan Sontag en Letras Libres nº 17, 2003.

(19) Huyssen, Andreas (1986), After the great divide, Indiana university Press, 1987. Bürger, Peter, Theory of the Avant-Garde, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1984.

(20) C. Morgan, Robert (1996), Del arte a la idea, Ensayos sobre arte conceptual, Akal, Madrid, 2003.

(21) La sinécdoque de la mano con un dedo señalando aparecía especialmente en los diseños realizados por George Maciunas para las publicaciones del movimiento Fluxus y anteriormente también en Tu m’ de Duchamp, como recoge Benjamin H. D. Buchloh en «Formalismo e historicidad, Modelos y métodos en el arte del siglo XX», Akal, Madrid, 2004.