Aura y valor de marca
PSJM
Texto publicado en la revista Alzaprima, Universidad de Concepción, Chile, 2016.
RESUMEN:
En este artículo se estudian los procesos de legitimación, institucionalización y sacralización del objeto estético. Una categoría que desborda hoy el conjunto de las obras artísticas para acoger también a los productos de consumo, cohabitando todos ellos la esfera indiferenciada de las mercancías culturales —el mediascape de Lash & Lury, donde confluyen superestructura y base—. Se indaga en el fetichismo y el animismo como procesos que dotan al objeto material de potencias espirituales. Se parte de las nociones ya clásicas de “aura” de Walter Benjamin y “transfiguración” de Arthur C. Danto o de la más reciente “transmutación” de Boris Groys. Se explora la aportación de significado y valor desde las bases de la teoría institucional del arte y la teoría marxista del valor reinterpretada en lo simbólico por Baudrillard y Bourdieu, para finalmente tender puentes con la noción de “valor de marca” que proviene del marketing. El arte como mercancía y la mercancía como arte: se interpretan algunas obras de arte modernas y contemporáneas enfrentadas a productos de consumo que, saturados de significación, se cubren de un halo de misterio, exclusividad y fuerza vital.
PALABRAS CLAVE:
Arte y animismo, arte de masas, teoría del valor, teoría institucional del arte, fetichismo de las mercancías
ART STORY
Hans Schneider abrió la puerta y descendió los tres escalones. Tabiques de madera nórdica separaban visual y físicamente el hall de la primera sala. Allí le esperaba Lars, el galerista. En el obligado intercambio de vacuas sentencias que inician todo encuentro, las obras iban saltando, de suelos y paredes, al rabillo del ojo del señor Schneider, clavándose en su retina como afilados cristales.
—Vamos a verla— sugirió Lars, con pícara sonrisa.
El invariable blanco mural era tan sólo perturbado por la tersa, colorida y brillante superficie de los objetos que aquí y allá tomaban el lugar: relucientes productos de consumo expuestos bajo la protección y lustre de urnas de cristal dramáticamente iluminadas. En una segunda inspección, más cuidadosa, el industrial Schneider fue reconociendo, a cada paso, todas y cada una de esas mercancías que el artista había liberado de su empaquetado para colocarlas allí, convertidas ahora en suprema mercancía significante, en obra de arte. Sin embargo, todo el conjunto destilaba un aire familiar, cercano a su mundo. Entonces cayó en la cuenta. Conocía a aquellos que las fabricaban, eran amigos o rivales, grandes coleccionistas como él. Con mirada exploradora buscó en rededor hasta topar con la mano de Lars, que ufanamente señalaba una vitrina.
—Hay lista de espera, pero te he guardado esta para ti.
Allí estaba. El Jax Control. Su producto estrella. Aquel con el que había levantado su imperio. Un desodorante para deportistas que había logrado imponerse en un mercado saturado gracias a una inteligente combinación de diseño tecnológico y grandes inversiones publicitarias. Jax Sport Inc., la compañía mimada de Schneider & Partner Group.
—¿De cuánto hablamos?
—Está en 500.000 euros. Ya sabes cómo está Maretti.
No le pareció caro, al fin y al cabo era un Maretti, un artista que alcanzaba altos precios en el mercado secundario de las subastas. Tenía que comprarla. Esa pieza debía ser suya y de nadie más. Estaba convencido, pero de repente, abriéndose paso a trompicones desde las neuronas a las cuerdas vocales, un algo interior le forzó a decir:
—¿Está firmada?
—No sobre el objeto, ya sabes, el artista dice que ensucia. Pero tenemos el certificado de autenticidad, no hay problema.
Un móvil Cartier, de platino con incrustaciones de diamantes, vibraba nerviosamente al otro extremo de la ciudad. Distraídamente la señora Schneider rebuscó en su Dior, demasiado grande para encontrar nada. Al rato atendió la llamada. Era su esposo:
—Cariño. ¡Tenemos un Maretti!
Art Story, PSJM, revista Neo2, junio 2010.
Parece apropiado comenzar a modo de aperitivo con esta narrativa de crítica institucional que escribimos un año atrás, pues en ella despuntan muchos de los temas que estudiaremos en este trabajo. Los personajes de Art Story, Lars y el señor Schneider, se ven envueltos en el juego de tensiones propio del arte contemporáneo una vez que se pone en funcionamiento su engranaje socioeconómico: sacralización secular, valor de marca y aura de la obra de arte, status adquirido, valor económico, capital simbólico… Intentaremos acercarnos a estas cuestiones poniendo en relación dos textos fundamentales de la teoría del arte del siglo XX como son La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) de Walter Benjamin y Después del fin del arte (1997) de Arthur C. Danto. Dos escritos suculentos que pueden ser abordados desde variadas perspectivas pues son muchas las ideas que contienen. Con todo, nosotros nos centraremos en un tema de cada texto, advirtiendo que están directamente relacionados entre sí, pues ambos tienen que ver con el carácter “sagrado” del objeto estético y los procesos por los cuales se le añade o se le niega valor y significado al objeto común: el concepto de aura de Benjamin y la idea de transfiguración de Danto. Para profundizar en esta relación ampliaremos nuestra mirada a otras aportaciones de autores más recientes que han considerado estos fenómenos culturales como relevantes, quizá así podamos confeccionar un breve acercamiento al vínculo entre el aura de la obra de arte y el valor de marca del producto de consumo.
DEL CIELO AL FANGO
En su poema en prosa “La pérdida de la aureola”, Baudelaire nos cuenta con humor amargo cómo al poeta se le cae su “aureola”, una consecuencia del flujo feroz que la modernidad impone a la ciudad y sus habitantes. “Hace un momento, cuando atravesaba a toda prisa el bulevar, saltando en medio del barro, a través de ese caos en movimiento donde llega la muerte al galope por todos los lados a la vez, di un traspiés y se me cayó la aureola de la cabeza al fango de la calzada”.[1] Esta “desacralización” del poeta, que lo coloca como “uno más entre todos, pero con la particularidad de tener un oficio inútil”[2], se toma comúnmente como antecedente de la “pérdida del aura” que Benjamin, traductor de Baudelaire, achacará a la reproducción masiva de la obra de arte en su citado y recitado ensayo.
Walter Benjamin, brillante satélite místico-marxista de la Escuela de Frankfurt, acuña el término “aura” para referirse al “aquí y ahora” de la obra de arte, a su “existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”, algo que constituye su autenticidad. Esta autenticidad, así como su autoridad, se desvanece por medio de la reproducción mecánica, pues “la autenticidad de una cosa es la cita de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa al hombre en su reproducción, por eso también se tambalea en ésta la testificación histórica”.[3] Correlativa a la autenticidad del objeto artístico vendría dada su unicidad, su “existencia irrepetible”, que Benjamin identifica con la imbricación en el contexto de una tradición de la obra de arte, cuya génesis estaría determinada por el servicio de ésta al ritual, mágico primero y luego religioso: “El valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil.”[4] La heteronomía del culto religioso otorgó a la obra de arte su “valor cultual” situándola directamente en la categoría de los objetos sagrados. Así la autenticidad, la unicidad y el culto infunden un valor supraeconómico y espiritual al objeto artístico, lo colocan en el ámbito de lo sagrado, lo excepcional y lo exclusivo. Las pinturas, durante gran parte de la historia no pudieron ser admiradas por la mayoría, sólo eran disfrutadas por una elite estamental.[5] Esta inaccesibilidad histórica confiere a las pinturas su “valor cultual” que Benjamin opone, en una relación inversamente proporcional, al “valor exhibitivo” de las imágenes. Las posibilidades de exhibición de las obras se verán incrementadas con los diversos medios de reproducción técnica que la modernidad trae consigo. Un crecimiento exponencial en su carácter cuantitativo que afectará en grado sumo al arte y sus objetos a través de una “modificación cualitativa de su naturaleza”[6], pues con la aparición de la fotografía y el cine, en los que Benjamin pone el foco de su análisis, el valor cultual se verá desplazado por el valor exhibitivo, atrofiando el “aura” de la obra de arte.
“La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió para siempre.”[7] La importancia de la aportación de Benjamin señalando al “aura” como un aspecto fundamental de la obra de arte es innegable, sin embargo, conviene revisar hasta qué punto sus predicciones se han visto realizadas. Por un lado, sabemos que la misma invención de la cámara fotográfica y el nacimiento de la cultura de masas conducen a un replegamiento del arte hacia si mismo, que comienza con el impresionismo y culmina en la abstracción, donde el artista se centra en las formas constituyentes de su producto creativo.[8] El arte por el arte [ l’art pour l’art ], la autonomía del arte y un nuevo valor cultual secularizado son una consecuencia directa de la reproducción mecánica, algo que Benjamin reconoce en su escrito pasando de puntillas sobre la cuestión, pues parece considerar sólo como nuevo arte a la fotografía y al cine, disciplinas en las que deposita todas sus esperanzas de emancipación política y a las que relaciona con la estrategia del shock dadaísta, un arte que niega su autonomía.[9]
Pero quizá el cuestionamiento de la pérdida del aura en nuestros días venga propiciado por la misma experiencia de vivir en una sociedad mediada. Benjamin nos dice que los objetos naturales también tienen aura, a la que define como “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)” . Así, el deleitarse visualmente con un paisaje montañoso supondría “aspirar el aura de esas montañas”. Acercar las cosas, superar esa lejanía, siguiendo a Benjamin, sería una aspiración de las masas para “adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías” por medio de la imagen reproducida industrialmente.[10] En Las auras frías, José Luis Brea señala esta condición de “otredad radical” de lo percibido como aquello que le otorga “aura” al objeto, pues “aura” es esa finísima distancia que nos separa siempre del objeto, que nos obliga a reconocerle una libertad propia, una “ajenidad extrema”[11]. De este modo llegamos a pensar el objeto como observador recíproco que nos devuelve la mirada. Benjamin desarrolla esta concepción “animicista” del aura en “Sobre algunos temas en Baudelaire”: “Lo que en la darregotipia debía ser sentido como inhumano, y diría como asesino, era la circunstancia de que la mirada debía dirigirse hacia la máquina […], mientras que la máquina recogía la imagen del hombre sin devolverle siquiera una mirada. Pero en la mirada se halla implícita la espera de ser recompensada por aquello hacia lo que se dirige. Si esta espera […] se ve satisfecha, la mirada obtiene, en su plenitud, la experiencia del aura”[12]. Según Brea, la definición “autenticista” del aura, que la enlazada con el aquí y ahora, con la unicidad del “original”, sin duda estaría destinada a sucumbir ante el aparato de difusión pública regido por la reproducción mecánica. Pero si atendemos a la definición “animicista” del aura, su anunciada defunción sería fácilmente refutada, ya que nada asegura que de cualquier régimen de distribución de conocimiento del objeto, sea este mecánico, electrónico o de cualquier otro tipo, deba colegirse la desaparición de todo rastro de la relación “supersticiosa” con lo otro. “Casi incluso al contrario, su bombardeo electrostático asegura o refuerza aún más el viejo temor/pasión que funda la relación cultual del objeto, la impresión de que éste posee aura: capacidad de, a su vez, tratarnos él como objeto, a nosotros”.[13] Podríamos ver aquí la influencia de la teoría del fetichismo de la mercancía de Marx por la cual las mercancías serían objetos “llenos de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos” fabricadas en un sistema de producción e intercambio (capitalista) que trata a los objetos como personas y a las personas como objetos. Brea resucita el aura y la sirve fría, congelada por su fantasma: “Más que nunca la obra se comporta como imán de nuestro ojo, rendido adorador. Sólo que ese potencial –que llamamos aura– ya no es privilegio de una cierta clase específica de objetos, aquellos a que reservábamos la calidad de artísticos, otrora fetiches religiosos, sino que se extiende por igual a cualesquiera que transiten el canal mediático, cumpliéndose de ese modo una cierta estetización generalizada, por obra de los media, del universo cotidiano tal y como es proyectado desde sus pantallas —con la intención, en la mayoría de los casos, de la seductora incitación al consumo”.
Volveremos más adelante a este punto para indagar en la realidad animista del objeto mediado y la incursión del aura en los productos de consumo. Quisiéramos ahora detenernos en el fenómeno opuesto a la desaparición del aura en el arte contemporáneo y en cómo esos mismo artistas, y sus sucesores postmodernos, que desde el dada y el constructivismo abrazaban las técnicas de reproducción masiva para integrar el arte en la vida, esos mismos creadores que celebraban la destrucción del aura, serán los que paradójicamente desarrollen el proceso inverso, es decir, el de insuflar aura a lo que no lo tiene, sacralizando secularmente su valor y dotándolo de un significado distinto.[14]
DE LA CAJA AL PEDESTAL
Las transformaciones esenciales que sufren las artes figurativas a causa del advenimiento de la imagen reproducida mecánicamente —la realidad fotografiada— conducirán, además de a la problemática de la pérdida del aura ya apuntada, a una inédita “crisis de la representación” que podemos señalar, sin miedo a equivocarnos, como el punto de inflexión y ruptura entre el arte moderno y el arte precedente. Arthur C. Danto divide la historia del arte en tres grandes períodos: la era de la mímesis, la era ideológica y la era posthistórica[15]. Desde Aristóteles hasta finales del XIX, “mímesis” era la respuesta a “qué es el arte”; una pregunta que acontecería como irrelevante en aquella franja histórica, pues en ella no se disponían de otros modos de representación que no fueran las artes manuales. Sin embargo, la mímesis se convierte en estilo —modo y no esencia— cuando la máquina de la modernidad hace su aparición. Una era que Danto denomina ideológica o de los manifiestos, y en la que se abandona toda intención de representar la realidad para dedicarse a la genuina labor de crear: Not at illusion but reality, en palabras de Roger Fry[16].
‘Superada’ la etapa ideológica llegamos al período posthistórico o postmoderno: el fin de la Historia, el ocaso de los grandes relatos[17], el tiempo en el que “todo vale” y donde la principal tarea del artista consistiría, según la afirmación de Joseph Kosuth, en “investigar la naturaleza misma del arte”[18], es decir, el arte se intelectualiza de tal modo que pasa a ser filosofía. Danto hace coincidir la fecha de aparición de este período, que aún no hemos abandonado, con la publicación del ensayo que le dará reconocimiento como teórico del arte, The Artworld de 1964. Algo que estimamos, cuando menos, aventurado, pues resulta imposible[19], a nuestro juicio, fijar un límite tan claro en los procesos históricos, ya que encontramos un gran numero de actitudes en un periodo que se adelantan o anuncian el siguiente. Lo cierto es que en esos movimientos artísticos que nacen desgarrando la naturaleza del arte en la era ideológica —modernidad—, se hallan ya manifestaciones claras del modo de ver el arte en la era posthistórica —postmodernidad—. El mismo Walter Benjamin personifica en buena medida esta figura del teórico postmoderno en la era moderna. Como quiera que sea, con la crisis de la representación, que trae la máquina reproductora, lo que entra en juego es la necesidad de legitimación del objeto como obra de arte, y en este cometido los críticos cumplen un papel crucial. La crítica del arte en los diferentes periodos, como garante de valor y significado, pasa entonces, siguiendo el esquema dantoniano, de estar basada en la “verdad visual” del periodo mimético (Vasari), a estar estructurada a modo de manifiestos ideológico-artísticos que se proponen encontrar una nueva definición de la auténtica obra de arte por medio de “una distinción exclusiva entre el arte que ella aceptaba (el verdadero) y el resto, considerado como no auténtico”. Es a esta etapa de la crítica, encarnada ostensiblemente en el formalista Greenberg, a la que Danto se opone con firmeza, postulándose él mismo como el relevo de la crítica en la fase posthistórica, pluralista y libre[20].
Como decimos, la obligación de comenzar a delimitar qué es y que no es arte, se da ya en el periodo ideológico, pues es en el corazón de las vanguardias heroicas donde se ejercitan las actitudes más radicales en respuesta a la crisis de la representación. Aún habiendo negado la mímesis, encontramos a principios del XX un tipo de realismo moderno, que hemos denominado en otro lugar como “realismo no- representacional” y que dividimos en tres vertientes que se enfrentan a la realidad de distinto modo: a) la creación de realidad –Malevitch–, b) la presentación de realidad –Duchamp–, y c) la intervención en la realidad –Arthur Cravan y los productivistas rusos–.[21] En las dos primeras vertientes reconocemos actuando a la transfiguración de la que nos habla Danto, veamos de qué modo.
Para referirse al proceso por el cual un objeto común, indiscernible visualmente de otro objeto igual a él, se transforma en obra de arte, Danto toma prestado el termino transfiguración.[22] “La transfiguración es un concepto religioso. Significa la adoración de lo ordinario, como en su aparición original, en el Evangelio de San Mateo significó adorar a un hombre como un dios.”[23] Nuevas catedrales del artefacto sagrado, los museos son templos en una sociedad industrializada y secularizada que busca la trascendencia en lo único, lo original, lo seleccionado, en aquello cuyo valor no tiene precio. El valor cultual se mantiene ahora transformando el papel heterónimo a la religión de la obra de arte por el servicio a sí misma, a su propio culto; la observancia silenciosa del objeto que se adora en el museo: la obra de arte.
La estrategia del ready-made consiste en presentar el objeto —generalmente un producto de consumo— en vez de representarlo. A partir de la radical postura de Duchamp, tanto la selección de lo “ya hecho”, como el contexto en el que se presenta y el modo de presentación pasarán a ser elementos primordiales con los que dotar de significado y valor a la obra de arte. Aquí la transfiguración como celebración de lo cotidiano es evidente, así como la aportación de aura[24]. Sin embargo, la operación de Malevitch es compleja al revisarla desde esta óptica. Por un lado, él mismo afirma estar creando realidad[25], es decir, produciendo un objeto natural que no representa, sino que es realidad misma, naturaleza misma. En este punto, una vez que el “objeto” está “ya hecho”, entra en juego el contexto, tomando máxima importancia el montaje, la forma en la que se incluye en el espacio significante. En el caso de la Fontaine de Duchamp el objeto profano no es tan sólo presentado en el contexto del museo, sino que se gira noventa grados la posición habitual del urinario y, sobre todo, se le añade un elemento volumétrico cargado de significación: el pedestal. En el caso del Cuadrado negro, Malevitch introduce su objeto real [no representacional], en el contexto del arte igualmente, valorizándolo y dotándolo de significado, pero además acentúa su transfiguración al colocar el lienzo a la manera de los iconos del cristianismo ortodoxo oriental. De alguna forma Malevich, está haciendo un made-ready-made, algo así como si Duchamp hubiera manufacturado él mismo el urinario y luego lo hubiera colocado en la realidad comercial y de ahí, seleccionándolo, lo hubiera rescatado para el espacio sagrado del arte. Malevitch, al hacer de su Cuadrado negro un icono religioso ortodoxo, por muy mística que fuera su obra, está lanzando un cabo a lo profano, pues “en la tradición cristiana ortodoxa no existe una “religiosidad popular” como la hay en el catolicismo romano, o al menos no en los mismos términos. Esta afirmación se relaciona precisamente con el concepto del ícono; con el concepto de materia que se tiene en la tradición oriental, y el anhelo de que el cosmos entero sea santificado y transfigurado, tanto lo material como lo espiritual; con la convicción de que todo lo creado, tanto material como espiritual, es bueno; y que todo puede ser portador de gracia y motor de la transfiguración del entorno. Como consecuencia de esta cosmovisión, el espacio sagrado se amplía a incluir todo, sin limitarse a determinados lugares.”[26]
TODO ESTÁ LLENO DE DIOSES
“El ready-made sirvió a Duchamp sólo para evidenciar un procedimiento que se había aplicado desde siempre y de manera universal —y no sólo para la producción de arte, sino de cultura en general”.[27] Cuando se pregunta sobre “lo nuevo”, Boris Groys amplia el campo de actuación de la transfiguración —a la que él se refiere con el término menos místico de transmutación— y asegura que la innovación ha tenido lugar a lo largo de la historia por medio de la apropiación continuada que el espacio de lo sagrado hace del espacio de lo profano. La valorización de lo profano, a la que la cultura valorizada se ve obliga para mantenerse siempre joven, se rige por un logos, la lógica cultural-económica de la transmutación de los valores. “La innovación es transmutación de valores, cambio en la situación de las cosas particulares a la vista de las fronteras del valor que separan los archivos culturales valorizados del espacio profano”.[28]
Según la teoría institucional del arte[29], para darse la transfiguración en el arte contemporáneo se ha de dotar de contenido teórico a lo visual, ha de darse la interpretación[30] y sobre todo ha de ocurrir la legitimación teórica del experto, pero también la legitimación comercial del galerista y el coleccionista, la legitimación institucional del director del museo y la del capital simbólico acumulado por el artista en forma de currículum. Son los agentes que operan en un determinado mundo del arte aquellos que otorgan valor y significado a la obra, aquellos que la proveen del aura necesaria para brillar con éxito en el sistema del arte. Y esos agentes legitimadores que forman el mundo del arte[31], los mundos del arte[32], el campo de la producción cultural[33], actúan a través de los medios: las revistas, la publicidad, las exposiciones, los flujos de intercambio. Es en el paisaje mediático donde estos agentes consensúan la transfiguración y coronan con un halo luminoso a los objetos. El mediascape de Scott Lash y Celia Lury, ese lugar donde se encuentran la infraestructura en ascenso, esto es, los productos de la industria que se elevan a lo cultural como un flujo y reflujo de singularidades mediadas —las mercancías ultradiseñadas—, y el descenso de la superestructura, es decir, los productos culturales expandiéndose en forma de merchandishig o instalación. En el medio, a mitad de camino se encuentran y funden, creando un mediascape que lo engloba todo como una esfera en red donde los medios son objetos y los objetos son medios[34]. Boris Groys afirma que abajo y arriba se han fundido en una esfera cultural-económica donde todo está valorizado culturalmente. Como la unión superestructura-infraestructura que resulta ser el mediascape de Lash y Luri. Sin embargo, Groys detecta el movimiento tan sólo en uno de los planos, el que desciende: “La cultura normativa comenzó muy rápidamente, gracias a la técnica, a las instituciones educativas centralizadas y a los medios de masas, a extenderse en el espacio profano que la rodeaba. […] No es que la cultura se haya acabado: es que lo profano ha desaparecido.”[35]
En el sentido en que lo sagrado “se amplía a incluir todo” debemos fijarnos en la tendencia c) del “realismo no-representacional”, el realismo de intervención, con el cual se hace el camino de vuelta, es decir, no se traslada la cosa real al mundo del arte, sino que se crea realidad misma como en el caso de Malevich, pero, con la intervención, el lugar de exhibición y disfrute se dispersa entre las masas despojando así de su aura a la obra de arte, al menos aparentemente. La corrientes productivistas del constructivismo ruso y De Stijl, por medio de El Lissitzky y Theo van Doesburg, redirigirán el espíritu de la Bauhaus hacia el camino utópico-social que cubrirá con una estética armónicamente geométrica la vida cotidiana en su conjunto. Hija de esta intervención del arte en la realidad es la estetización difusa del sistema de consumo actual, donde los objetos industriales son mercancías estéticas saturadas de significado; y como mercancías, siguiendo a Marx, fetiches[36] con aura. Con un aura no tan fría como pensaba Brea. “Lo que la publicidad añade a los objetos, sin la cual no serían nada, es el “calor”, nos avisaba Baudrillard[37]. Este aura de los objetos diseñados es un aura cálida, pues su apariencia participa del valor de marca que siempre es una construcción afectiva, espiritualmente emocional, seductoramente amable. Lovemarks, promulgaba Saatchi & Saatchi: marcas emocionales.
Duchamp, aficionado a los juegos de palabras y los murmullos paralelos a la obra, firmó con una marca trastocada cuando pintó R. Mutt sobre la Fontaine —en clara referencia al fabricante de los urinarios: Mott Iron Works—. No obstante, presentó un producto. Las cajas de Brillo que Andy Warhol expuso en 1964 llevan la marca de la postmodernidad; no se presenta aquí el producto de consumo, sino la caja que lo contiene, la envoltura de la mercancía, no el valor de uso, sino la promesa del valor de uso[38], su imagen espectacular. Pero además esas cajas no son las cajas reales de cartón, Warhol las construye en madera pintada de blanco: un vacío volumétrico acumulativo y sin pedestal sobre el cual se estampa la marca seleccionada. Es ahí donde se produce el ready-made: en la apropiación de la marca, no en la selección de un producto físico estandarizado, sino en la de aquello en lo que reside lo etéreo de la imagen, de la marca, que se puede estampar donde sea, en un anuncio o mejor en una caja, pues era el momento de hacer cajas, como las hacían Donal Judd o Robert Morris. Box with the Sound of its Own Making (1961), una caja de madera regularmente expuesta en pedestal, que emite el sonido del trabajo empleado en su construcción —ruidos de serruchos y martillazos—, es una obra con mucha enjundia si se interpreta desde su valorización simbólica y económica, pues es el trabajo lo que se está exponiendo.[39] Si atendemos a esta pieza de Morris en su dimensión de obra de arte, como enlazada a una tradición, tenemos un objeto que rescata la experiencia del proceso y lo recuerda desde la mónada mística de un cuadrado siempre igual. Se establece un cortocircuito en la transfiguración del objeto —aura— cuando ésta se pone en tensión con la presencia fantasmal de su ejecución material —trabajo—. Pero la transfiguración que se produce aquí puede ser pensada a través de la mercancía y sus valores, pues esa caja con sonido es un objeto de lujo que tiene un precio desorbitado —valor de cambio— y que desvela el trabajo empleado en su producción, algo que nos acerca comúnmente al valor de uso, a la realidad material. Marx afirmaba que la mercancía oculta el trabajo socialmente necesario para su producción y ese engaño del sistema industrial capitalista conduce a la alienación.[40] La Fontaine habla del valor de uso al presentarse como un útil y del valor de cambio al transfigurarse este útil en cosa preciosa. La Brillo Box habla del valor de cambio-signo[41], transfigurando un signo. Y la Box with the sound… de Morris habla del valor de cambio ya que se transfigura un objeto ordinario —sin ninguna utilidad aparente—, pero éste quiere desnudarse presentando el documento sonoro del tiempo de trabajo empleado en su construcción y trastoca con ello el sentido de su valor de cambio.
La obra de arte es mercancía, sus cualidades auráticas son la antesala de la mercancía de marca. Isabelle Graw —crítica y fundadora de la reputada revista alemana Texte zur Kunst— sostiene que la personalización de marcas es un correlato de la personalización de las obras de arte, así como la experiencia del consumo está basada en la experiencia del arte. Graw tiene claro que la carga simbólica del arte-mercancía [art-as-commodity] prefigura la transformación de las mercancías comunes en productos de marca [branded goods]. Y subraya que los productos marcados generan experiencia y producen individualidad al igual que las obras de arte. “Hoy, la individualidad del consumidor es definida primordialmente por medio del consumo de bienes que le ayudan a encontrar su identidad. Las obras de arte también tiene una dimensión formadora de identidad: sitúan al espectador y le proporcionan emociones y significados mediante una función comunicativa similar a la actuación de las marcas.” [42] […] “Tanto si el foco se pone en ‘Prada’ o en ‘Mike Kelly’, la sensación es la misma”.[43] Porque, digámoslo una vez más, los artistas son marcas y las obras de arte son sus productos de marca[44], y ese aura que los artistas —como agentes del mundo del arte y a través de los medios— imponen a la obra de arte, cuyo precio siempre pasa a ser incalculable[45], lo imponen también los artistas “comerciales” —como agentes del mundo del marketing y a través de los medios— a los productos al participar éstos del aura de la marca. Los artistas trabajan por cuenta propia y por lo tanto ellos mismos son sus marcas, los creativos y estrategas publicitarios sirven a intereses ajenos y, por tanto, a otras marcas.[46]
Lo que en el lenguaje de la mercadotecnia se denomina valor de marca, ese valor de signo que tiene el producto de consumo, que lo distingue de entre otros —en pugna— y que determina directamente su compra, supone hoy en día el capital más preciado para cualquier fabricante[47]. Un valor que trasciende la economía tangible —como capital simbólico— y que parece reparar cualquier daño que pueda hacer en el aura del objeto transfigurado la pérdida de su unicidad —exclusividad— provocada por la producción en masa. Sin embargo, sabemos que la misma ley de la oferta y la demanda dictamina que lo exclusivo, lo escaso, es más valioso que lo masivo, de lo que hay en abundancia. En el caso del arte, cuando éste es producido por máquinas, como en la fotografía y el vídeo, la exclusividad, la unicidad que necesita el aura de la obra, se mantiene forzada por una ley de numeración de la edición —que se comenzó a aplicar en tiempos del grabado—. La autenticidad viene dada por la firma —marca— del artista, y el valor de culto por el museo —institución— donde se expone. En el caso de las marcas de lujo, con la moda y los coches de alta gama por ejemplo, la exclusividad se establece por el precio, que demarca claramente a un grupo social —o clase, si se prefiere— apto para afrontar su compra y lucir su símbolo en el consumo. La marca te sitúa con los tuyos y excluye a los otros, la sensación de identidad es muy fuerte. Quizá eso pueda explicar de qué manera un producto estandarizado puede aportar individualidad —personalidad— al consumidor.[48]
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A Benjamin no se le escapa el potencial que tiene el sistema de reproducción de imágenes capitalista para crear aura, pero lo deprecia: “A la atrofia del aura el cine responde con una construcción artificial de la personality fuera de los estudios; el culto a las ‘estrellas’, fomentado por el capital cinematográfico, conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo, a la magia averiada de su carácter de mercancía.”[49] Nada nos dice, sin embargo, que la magia de la mercancía haya de ser una magia “averiada” por ser una construcción “artificial”, como si el poder sagrado de las imágenes, la magia misma, fuera un fenómeno que se da de forma natural y no culturalmente. La magia es un constructo artificial, hecho de lenguaje y psicología humana. No puede haber entonces una magia más auténtica que otra. La reproducción masiva es una cuestión cuantitativa, y si el proceso por el cual se dota a un objeto-imagen de atracción inmaterial, activando pulsiones y creencias, consiste en una repetición masiva mecánica o telemática de las cualidades espirituales del objeto-imagen, su aura no puede por menos que incrementarse cuantitativamente. Y cualitativamente ciertamente se modifica su naturaleza, pero no pierde condiciones para ser adorada. Lo que se atrofia en el aura, al perder el objeto-imagen su unicidad, queda reparado por el poder de la ubicuidad, por su valor exhibitivo. En lo que toca al valor de culto, a los mitos y los dioses de nuestra era se les da culto en los museos y en los malls. La liturgia cotidiana del consumo —de experiencias y de bienes— es un culto muy poderoso basado en la reproducción masiva del objeto-imagen.
El objeto se convierte en medio de comunicación. La mercancía auroleada por la marca te habla. Porque la imagen telemática también te devuelve la mirada y habla contigo, en un mundo conectado, construido por conversaciones. Ahora, directores creativos como Toni Segarra se imaginan algo “maravillosamente utópico”, a “las marcas siendo conquistadas, poseídas, gobernadas por sus usuarios, sus creyentes, que dirigirán sus pasos a través de una elaborada red de conversaciones y vivencias.”[50]
Esos signos divinos que nos acompañan en todo momento, alegorías de la elección que conforman nuestra individualidad en los estilos de vida —las marcas—, están creadas por artistas. Los creativos, siempre en negociación con los rigores del marketing, los estudios de mercado y todo el aparataje científico de la mercadotecnia, se agrupan en las agencia en dúos de trabajo de escritores y diseñadores, en constante colaboración con fotógrafos, directores de películas y dibujantes, creando día tras día a un ritmo trepidante, buscando siempre el anuncio de premio. Todo para aurolear la marca, para iluminarla con una personalidad propia y construir su alma. Anima: aquello que se mueve por si mismo, indivisible, inmaterial, inteligente, sensible. Si Marx está en lo cierto, ya de por sí, el mismo circular de las mercancías en el sistema de producción e intercambio capitalista provoca que éstas aparezcan como fetiches, como objetos sociales metafísicos[51]. Añadámosle a esas entidades supersticiosas valores humanos y tendremos divinidades, no antropomórficas, pero sí humanoides. Cada marca es una diosa simbólica en pugna constante con el resto del Olimpo sígnico. Su personalidad, diseñada por los creativos de los mercados, es siempre una bella presencia fantasmagórica que no asusta. Que te quiere. Al menos en su presentación pública.
Porque la marca, como la mercancía, esconde más que expone. En muchos casos estas deidades sígnicas se nos aparecen simbolizando valores como la libertad individual o el espíritu de superación personal, mientras se sabe que muchas de ellas explotan a obreros y niños en países en desarrollo[52], o hacen experimentos farmacéuticos con personas económicamente débiles[53]. En el mediascape, junto al dominio absoluto de la marca convive su crítica y los productos de su sospecha, también sujetos a la lógica cultural-económica del capitalismo.
Interpretemos a la luz de los conceptos que estamos barajando una obra de arte nacida de la infraestructura —de la industria mediada y culturalizada. Se trata de una botella de cerveza sin marca, su blanca etiqueta acoge tan sólo una objetivas “BIER – 0,33 l.” impresas en negro; una tautología que pareciera pensada por el mismísimo Kosuth.
Nos encontramos con estas botellas en la inauguración de una de las galerías que circundan la Hamburger Bahnhof de Berlín. De todo lo que vimos en aquella sala, este objeto con el que se agasajaba al visitante fue lo que más nos hizo pensar. Un producto de la industria sobresaturado de significado, una obra abierta que eclipsaba las auratizadas obras colocadas en las paredes de la galería.
—¿Es una obra?
—No sé, yo me la estoy bebiendo.
Al inspeccionar la parte de atrás de la botella —aún sin saber si allí encontraríamos una etiqueta de prescripción comercial o una cartela con el título, autor y fecha de la obra—, leemos en blanco sobre negro: Geschmack braucht keinen Namen [El gusto no necesita nombre]. Un juego de palabras que hace una doble alusión al gusto de la cerveza —valor de uso— y al gusto estético —valor de signo—, al gusto que Pierre Bourdieu analiza en su conocido libro La Distinción y que descubre el correlato entre determinados estilos de vida y determinadas clases sociales[54]. “El gusto no necesita nombre” es un slogan que corona la parte de atrás, donde está el código de barras. Un slogan que tematiza los estilos de vidas, que alude al nivel cultural del consumidor, haciéndose la marca —presentada ahora como no-marca— cómplice del pensamiento crítico de un determinado sector del mercado. Entonces, aunque te puedas topar con esta cerveza en la tienda turca de al lado, no sería en absoluto fortuito encontrarla en una galería de arte. Porque realmente ése es su contexto natural, un espacio paradigmático de un estilo de vida: el de la alta cultura y el pensamiento crítico, para el cual también hay un mercado[55].
BIER niega la marca llevando la categoría del objeto a su nivel conceptual, pues se reprime también toda gráfica o imagen seductora con el espartano diseño de su etiqueta. La chapa de la botella muestra la ausencia de todo signo, es imperturbablemente blanca. Con la negación de la marca, se crea una personalidad rebelde, desmitificadora: una no-marca. Ese es precisamente su valor de marca, la personalidad de la botella. El consumidor que participe de esta personalidad que sospecha del discurso del mercado, sabedor de que los relucientes productos de consumo son cantos de sirena, se reafirma en su individualidad consumiendo este producto como objeto significante, entregándose por entero al valor de signo y olvidando el valor de uso que esta no-marca se esfuerza en celebrar. Cuando este objeto ultrasignificado sale de la industria para ocupar el mediascape —en la sala de exposiciones, en la tienda de la esquina, en el bar o en el hogar, donde todo está lleno de dioses—, irrumpe como una singularidad que provoca el flujo de atracciones e interpretaciones propios de la mercancía artística, y de la mercancía marcada. La novedad de BIER se produce al introducir lo que es profano al sagrado sistema de seducción dominante: la negación del sistema de marcas. Como en el caso de la caja con el sonido de su producción de Morris, declarando su valor de uso. Parecería que ahora que muchos ciudadanos-consumidores están desengañados y sospechan de la cara oculta de las marcas, el aura de los estilos de vida resida en una marca desnuda que rechaza su envoltorio retórico. Quitémosle la marca a las cajas de Brillo de Warhol y estaremos en el presente. La artista británica Rachel Whiteread ocupa en 2005 la Sala de Turbinas de la Tate Modern londinense con Embankment, lo que aparentemente parece un colosal apile de inmaculadas cajas de cartón. Sin embargo, lo que presenta Whiteread es el vaciado escultórico de la caja de cartón, solidificado en PVC y repetido sin mesura. No hay rastro de signo comercial, tan sólo una transfiguración monumental del vacío cotidiano.
Estrategias artísticas y comerciales, ambas socio-mágicas, que pueblan el paisaje mediático en el que vivimos. Existe una relación categorial constatable entre el aura de las obras de arte —que nunca perdió su aura dentro del museo o la galería, y cuya reproducción mecánica y telemática a través de los medios no ha hecho más que potenciar su valor y significado— y el valor de marca de los productos de consumo —que aparecen con un aura construida sobre la base un fetichismo de la mercancía a la que se le añade un proceso de ingeniería creativa para dotarla de rasgos humanos inmateriales y que se construye también a través de los medios—. Sea desde el campo de producción de la alta cultura absolutamente mediada o desde la producción industrializada absolutamente culturizada, el aura en el mediascape ha de ser legitimada y construida por los medios; trátese de la crítica de arte en revistas especializadas o del anuncio emocional de una marca de lujo. Y es que también los propios objetos han pasado a ser medios. Imanes. El primer filósofo de occidente creía que todo está animado, que todo tiene ánima, alma. Quizá debamos volver a los orígenes de nuestra cultura para pensar lo contemporáneo y decir, con Tales de Mileto:
Todo está lleno de dioses
(o demonios).
Berlín, diciembre, 2011.
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[1] C. BAUDELAIRE: Pérdida de Aureola, en Obra Poética Completa, Akal, Madrid, 2003, p. 492.
[2] P. KATCHADJIAN: “Arte y técnica. La aureola técnica”, Artefacto, nº 6, Buenos Aires, 2007. (on line: http://www.revista-artefacto.com.ar/pdf_notas/166.pdf)
[3] W. BENJAMIN: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), p. 3. Hemos utilizado la edición digital de: http://diegolevis.com.ar/secciones/Infoteca/benjamin.pdf. Originalmente publicado en castellano en Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989.
[4] Ibid., p. 5.
[5] Ibid., p. 14. Habría que puntualizar, como lo hace Benjamin, que el pueblo sí llegaba a disfrutar de las pinturas, pero no simultáneamente, sino por mediación de múltiples grados jerárquicos.
[6] Ibid., p. 7.
[7] Ibid., p. 8.
[8] Sobre las relaciones entre vanguardia y cultura de masas ver N. CARROLL: Una filosofía del arte de masas, Antonio Machado Libros, Madrid, 2002.
[9] Peter Bürger acierta al diferenciar entre un arte moderno, dedicado en pleno al arte por el arte y un arte de vanguardia, defensor de la integración del arte en la vida y la realidad social. En su Teoría de las vanguardias establece la diferencia entre el arte moderno —arte por el arte— y el arte de vanguardia —arte integrado en la vida— en que si el primero es el producto de una reacción a la academia y su sistema tradicional de representación, el segundo, el arte de vanguardia encarnado en movimientos como dada y constructivismo, sólo se entiende como reacción crítica a la institución arte. P. BÜRGER: Theory of the Avant-Garde, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1984.
[10] W. BENJAMIN: Op. cit., p. 4.
[11] J.L BREA: Las auras frías, Anagrama, Barcelona, 1991, p. 186. En el transcurso de un año, la peste de nuestra era se llevó a dos teóricos españoles de primer orden: José Luis Brea y Juan Antonio Ramírez (cuyo Medios de masas e historia del arte, Cátedra, Madrid, 1997, supone también un texto fundamental para el estudio que nos ocupa). Vaya desde aquí nuestro reconocimiento y nuestro pesar por su pérdida. Sus voces seguirán vivas en nuestra biblioteca.
[12] W. BENJAMIN: Sobre algunos temas en Baudelaire, (http://www.archivochile.com/Ideas_Autores/benjaminw/esc_frank_benjam0012.pdf), p. 31.
[13] J. L. BREA: Op.cit., p. 186.
[14] “Precisamente los programas más radicales, y en cierto sentido, más consecuentemente ateos de la vanguardia fueron los que graciosamente concedieron al artista el derecho primordial de la creación divina a partir de la nada”. B. GROYS: Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, Pre-textos, Valencia, 2005, p. 90.
[15] A. C. DANTO: Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia (1997), Paidós, Barcelona, 1999. DANTO, ingenuamente, dice sorprenderse de forma perturbadora al ver que sus tres estados históricos del arte coinciden con los tres estados del relato político de HEGEL en cual ”primero, uno era libre, después algunos eran libres, finalmente, en nuestra era, todos somos libres” (p. 69). La filosofía del arte esencialista-historicista de DANTO basa su sentido histórico como absolutamente dependiente de la filosofía de HEGEL. De hecho, en esta cita del progreso hacia la libertad se observa una postura que encaja más con el programa de la modernidad que con los tiempos posthistóricos y postmodernos que tanto celebra el autor.
[16] A. C. DANTO: “The Artworld”, The Journal of Philosophy, Vol. 61, No. 19, pp. 571-584. Columbia University, NY, 1964, p. 574 (on line: http://estetika.ff.cuni.cz/files/Danto.pdf)
[17] J-F. LYOTRAD: La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 2000.
[18] A. C. DANTO: Después del fin del arte…, p. 35-36.
[19] Por ejemplo, Alvin Toffler señala 1956 como el año en el que por primera vez el número de trabajadores de oficina —white-collar— supera a los trabajadores fabriles —blue-collar—: una realidad socio-económica que determinará el modo de vida postmoderno.
[20] A. C. DANTO: Op.cit., p. 69. El autor caracteriza este periodo posthistórico como la separación entre arte y filosofía, aduciendo que la filosofía ha de ser tan pluralista como el arte que es su objeto de análisis. Una tesis que contradice la afirmación de Kosuth antes mencionada y sobre todo, la realidad empírica del arte conceptual en la que el arte mismo se vuelve práctica filosófica.
[21] PSJM: «Vivir simulando», en Neutralizados, Empatía Ediciones, Madrid, 2010, pp. 87-93, / on line: http://www.bubok.es/libro/detalles/12924/tienda/index/desplegar.
[22] El término transfiguración aparece ya en The Artworld de 1964. Años más tarde Danto titulará una de sus obras de referencia La Transfiguración del lugar común (1981) donde desarrollará su teoría tras la crítica de Dickie. Después del fin del arte, publicado en 1997 supone un repaso a los temas de peso que el autor ya había planteado fundamentalmente en estos dos escritos.
[23] A. C. DANTO: Op.cit., p. 142.
[24] No podemos estar de acuerdo con Danto al no considerar el ready-made de Duchamp como una transfiguración del objeto común, como celebración sagrada de lo ordinario, pues no creemos que exista mayor elevación a los cielos del arte que colocar sobre un pedestal un urinario, o cualquier otra cosa o persona.
[25] K. MALEVITCH: El nuevo realismo plástico (1915), Comunicación, Madrid, 1970.
[26] C. FITZURKA: Religiosidad Popular y espacio sagrado. El ícono en la teología oriental. http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0049-34492003000200010
[27] B. GROYS: Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, Pre-textos, Valencia, 2005, p. 100.
[28] B. GROYS: Op.cit., p. 89.
[29] Sería tentador sumergirse en el debate de la teoría institucional del arte propuesta por George DICKIE (Defining Art, American Philosophical Quarterly, 1969) a partir del artículo The Artworld de Danto, pero nos desviaría en cierto modo de nuestro camino en este texto. Como este tema lo hemos tratado en otro lado (PSJM: “Vivir simulando”, en Neutralizados, Empatía Ediciones, Madrid, 2010, pp. 99-106), nos limitaremos aquí a reseñar en las notas que siguen las obras de algunos autores que consideramos esenciales para acercarse a la teoría institucional desde la filosofía, la historia o la sociología. La postura institucional-medial que adoptamos en este texto bebe de estas fuentes.
[30] A: C: DANTO: La Transfiguración del lugar común, Paidós, Barcelona, 2002.
[31] G. DICKIE: El círculo del arte. Una teoría del arte, Paidós, Barcelona, 2005.
[32] H. S. BECKER: Art Worlds, University of California Press, Berkeley, 2008. Encontramos análisis afines desde la filosofía en R. L. TAYLOR: Art, an enemy of the people, Harvester Press, London, 1978; y en la historia del arte L. SHINNER: La invención del arte, Paidós, Barcelona, 2004.
[33] P. BOURDIEU: The Field of Cultural Production, Polity, Cambridge, 1993.
[34] S. LASH y C. LURY: Global Culture Industry, Polity, Cambridge, 2007.
[35] B. GROYS: Op.cit., p. 129.
[36] Ver “El fetichismo de la mercancía y su secreto” en MARX: El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1999. pp. 36-48.
[37] J. BAUDRLLARD: El sistema de los objetos (1968) , Siglo Veintiuno, México, D.F., 2004, pág. 193.
[38] Al preguntarse qué desencadena el intercambio comercial de la mercancía, Wolfgang Fritz HAUG observa en Marx que “el valor de uso sólo forma cuerpo en el uso o consumo de los objetos.” y que “la realización del valor de cambio es condición de la realización del valor de uso. Por lo tanto, éste no puede realmente (esto es, como ya realizado) desencadenar la compra”. La imposibilidad que tiene el valor de uso de desencadenar la compra constituye una aporía en Marx. Haug profundiza en el asunto para decirnos que “no es el valor de uso real, sino la promesa del mismo la que desencadena la compra. […] Lo exterior de la mercancía, su apariencia, su aspecto fenoménico, tal vez las propiedades de la superficie que puede tocarse con los dedos, quizá el olor, juntamente con los nombres de fabricación, la calidad y cantidad, etc., etc.; todo esto junto promete al comprador el valor de uso”. W. F. HAUG: Publicidad y consumo. Crítica de la estética de la mercancía, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 49.
[39] En 2004, Santigo Sierra instaló en la Plaza de las Veletas (Cáceres) un cubo macizo de cemento con el título 586 horas de trabajo inscrito en una de sus caras. La teoría marxista de base se hace evidente en esta obra.
[40] MARX: Op. Cit. pp. 36-48.
[41] J. BAUDRILLARD: Crítica de la economía política del signo, Siglo Veintiuno editores, México, 2002.
[42] I. GRAW: High Price. Art Between the Market and Celebrity Culture, Sternberg Press, Berlin, 2009, p. 130.
[43] GRAW: Ibid., p. 130.
[44] Sobre el artista-marca ver J.C. BETANCOUR: PSJM o el artista como marca comercial, Contemporánea, Las Palmas G.C. 2007, y C. LURI: “Portait of the Artis as a Brand” en Dear Images. Art, Copyright and Culture, ICA, London, 2002.
[45] Sobre las aporías del precio de la obra de arte ver: GRAW: High Price…
[46] Cabe señalar que dentro del mundo de la creatividad publicitaria el nombre de algunos creativos se pronuncia bajo el aura de una marca, como en el resto de campos de la creación, por otro lado. Sobre los autores de la cultura como marcas comerciales ver las obras Grandes Marcas (2007) y Marx® (2008), de PSJM: www.psjm.es
[47] “Si esta empresa tuviera que dividirse, yo me quedaría encantado con las marcas, los nombres registrados, y los demás podrían llevarse los ladrillos y el cemento. Les aseguro que las cosas
me irían mejor a mi”. Esta declaración de John Stuart, expresidente de Quaker Oats, que recoge Luis BASSAT en El libro rojo de las marcas (Espasa, Madrid, 1999, p. 204.) deja constancia de que hoy la economía se sustenta más sobre valores inmateriales que sobre valores materiales.
[48] “Haz como nosotros, sé diferente”, ver Marx® en : www.psjm.es
[49] BENJAMIN: La obra de arte en la época… p. 11.
[50] T. SEGARRA: Desde el otro lado del escaparate, Espasa, Madrid, 2009, p. 57. La excelencia creativa de los anuncios de Segarra y su agencia *S,C,P,F… no tiene competencia. Una muestra de su nivel conceptual: www.scpf.com.
[51] “Su propio movimiento social cobra a sus ojos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control están, en vez de ser ellos quienes controlen.” MARX: El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, libro I, p. 40.
[52] Ver la obra Proyecto Asia de PSJM: www.psjm.com
[53] K. WERNER y H. WEISS: El libro negro de las marcas, Mondadori, Barcelona, 2005.
[54] P. BOURDIEU: La Distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979), Taurus, Madrid, 1988., En éste y otros escritos, BOURDIEU trabaja con el concepto de capital simbólico. El autor utiliza la terminología económica marxiana para aplicarla al campo de la cultura. El concepto de valor de signo (o de cambio-signo) que utilizamos aquí, propuesto por BAUDRILLARD en Crítica de la economía política del signo, es contemporáneo al de BOURDEU y en muchos casos intercambiable. La influencia del consumo conspicuo de Veblen en ambos autores es clara.
[55] J. HEATH y A. POTTER: Rebelarse vende, El negocio de la contracultura, Taurus, Madrid, 2005.