Art Story
PSJM
Texto: PSJM Equipo artístico con base en Berlín que se comporta como una marca comercial de productos teóricos y plásticos, utilizando los procedimientos propios del capitalismo cognitivo para desvelar sus peligrosas contradicciones.
Publicado en la revista Neo2 (junio 2010)
Hans Schneider abrió la puerta y descendió los tres escalones. Tabiques de madera nórdica separaban visual y físicamente el hall de la primera sala. Allí le esperaba Lars, el galerista. En el obligado intercambio de vacuas sentencias que inician todo encuentro, las obras iban saltando, de suelos y paredes, al rabillo del ojo del señor Schneider, clavándose en su retina como afilados cristales.
—Vamos a verla— sugirió Lars, con pícara sonrisa.
El invariable blanco mural era tan sólo perturbado por la tersa, colorida y brillante superficie de los objetos que aquí y allá tomaban el lugar: relucientes productos de consumo expuestos bajo la protección y lustre de urnas de cristal dramáticamente iluminadas. En una segunda inspección, más expeditiva, el industrial Schneider fue reconociendo, a cada paso, todas y cada una de esas mercancías que el artista había liberado de su empaquetado para colocarlas allí, convertidas ahora en suprema mercancía significante, en obra de arte. Sin embargo, todo el conjunto destilaba un aire familiar, cercano a su mundo. Entonces cayó en la cuenta. Conocía a aquellos que las fabricaban, eran amigos o rivales, grandes coleccionistas como él. Con mirada exploradora buscó en rededor hasta topar con la mano de Lars, que ufanamente señalaba una vitrina.
—Hay lista de espera, pero te he guardado ésta para ti.
Allí estaba. El Jax Control. Su producto estrella. Aquél con el que había levantado su imperio. Un desodorante para deportistas que había logrado imponerse en un mercado saturado gracias a una inteligente combinación de diseño tecnológico y grandes inversiones publicitarias. Jax Sport Inc., la compañía mimada de Schneider & Partner Group.
—¿De cuanto hablamos?
—Está en 500.000 euros. Ya sabes como está Maretti.
No le pareció caro, al fin al cabo era un Maretti, un artista que alcanzaba altos precios en el mercado secundario de las subastas. Tenía que comprarla. Esa pieza debía ser suya y de nadie más. Estaba convencido, pero de repente, abriéndose paso a trompicones desde las neuronas a las cuerdas vocales, un algo interior le forzó a decir:
—¿Está firmada?
—No sobre el objeto, ya sabes, el artista dice que ensucia. Pero tenemos el certificado de autenticidad, no hay problema.
Un móvil Cartier, de platino con incrustaciones de diamantes, vibraba nerviosamente al otro extremo de la ciudad. Distraídamente la señora Schneider rebuscó en su Dior, demasiado grande para encontrar nada. Al rato atendió la llamada. Era su esposo:
—Cariño. ¡Tenemos un Maretti!