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Arte y populismo

PSJM

Texto escrito en diciembre de 2016. Publicado en la revista Sublime en 2018.

En 1984, Lucy Lippard distinguía entre arte político, el que se preocupa por los asuntos, y arte activista, el que se implica en ellos. Es decir, el primero tematiza la política y el segundo practica la política[1]. Simplificando en extremo para este somero análisis, distinguiremos en el arte activista entre el agit-prop y el arte participativo-colaborativo. Estas tres formas de arte comprometido —político, agit-prop y participativo— se entremezclan a menudo, aunque podríamos encontrar manifestaciones ‘puras’ de todas ellas. La tarea que nos hemos impuesto aquí es dilucidar si ciertas manifestaciones recientes, en el contexto de un nuevo auge de los populismos, pueden ser consideradas como arte populista por tener rasgos que lo puedan inscribir en dicha categoría, porque respondan a los intereses discursivos de la creación de una identidad popular.

En La razón populista, obra que compendia el pensamiento de Ernesto Laclau sobre el fenómeno político-discursivo del populismo, el autor despeja cualquier sentido peyorativo del término para presentar el populismo como una lógica política, como la verdadera razón política. Su enfoque se desliga de las teorías políticas racionalistas, —como la democracia deliberativa habermasiana, por ejemplo—, para otorgar gran relevancia a lo pasional, lo afectivo y lo identificatorio en la política contemporánea[2]. Fernando Golvano resume así las cinco fases que Laclau identifica en la operación discursiva del populismo: «1) el reconocimiento de que hay un conjunto de fuerzas y demandas heterogéneas que no pueden ser integradas orgánicamente dentro del sistema diferencial/institucional existente; 2) los vínculos entre esas demandas, que tienen el mismo antagonista, son equivalentes; 3) Esa cadena de equivalencias converge en una figura dirigente, que funciona como significante vacío: 4) tal figura debe ser reducida a su nombre; y éste nombre, desde un enfoque lacaniano, es la base de la unidad del objeto; y 5) ese nombre debe ser investido para un rol fuerte, es decir, debe orientarse a ser un sujeto hegemónico, y para ello se necesita del afecto»[3].

Un arte populista sería entonces una arte puesto al servicio de la construcción de la identidad colectiva «pueblo». Una categoría que designando a una parte, la plebs, —población desfavorecida—, toma la misión hegemónica, necesaria e imposible, de alcanzar la plenitud social y convertirse en totalidad: el populus —conjunto de la población—. Además, este significante vacío —porque nombra un vacío, una entidad ideal imaginaria, pero no menos real y efectiva— debe asimismo confluir en el acto de nombrar, y con ello dotar de significado a otro significante vacío, que es el nombre del líder. Pueblo y líder, identificados, condensarían el amalgama de demandas particulares, heterogéneas en un primer momento, pero que son equivalentes por su común rechazo antagonista a las élites institucionalizadas.

Para que un arte sea populista debe entenderse como instrumento, como herramienta que permita la construcción de la identidad colectiva. Ahora bien, este arte puede ser pensado ya como instrumento por los/las artistas o bien puede ser ‘instrumentalizado’ por la cúpula dirigente que promueve al líder. El arte folk, el arte popular producido directamente por la plebs, al margen de los discursos del arte contemporáneo, puede ser fácilmente instrumentalizado por los poderes populistas con el fin de construir la identidad del pueblo, o más bien, de la nación. Es posible que esta instrumentalización del arte propiamente popular pueda ser llamado en rigor arte populista, pero no tanto porque quien lo hace —el pueblo anónimo— pretenda tal cosa. Aquí el ‘artista populista’ sería el poder que lo instrumentaliza demagógicamente.

 

El arte como instrumento: significados y funciones

 

La obra de arte es un instrumento que, se dice, no tiene más función que significar. Ni los statements de los/las artistas ni los textos encargados para interpretar —y legitimar— la obra reconocen más función que la de meramente significar —o, digamos, ‘experienciar’, producir una experiencia más allá del logos—. Y esto se hace incluso si la obra ha sido producida expresamente para su presentación en una feria. La venta parecería ser una función secundaria, una función que se oculta. Al igual que un fabricante de pasta de dientes te dirá que la función de su producto es mantener sana la dentadura de la gente, y no la de que éste se venda. Ahora bien, podríamos decir que toda mercancía tiene tres funciones que se corresponden con tres tipos de valor: valor de uso, valor de cambio y valor de cambio-signo. En el caso de unas zapatillas Nike: calzado, venta y estatus —estilo de vida—. En el caso de una obra de arte: placer estético —sensible o intelectual, o ambas cosas—, venta y adquisición de estatus por parte del coleccionista.

La obra de arte, si no es plana, atesora varios significados, con alguno de ellos destacado en primer plano. Significados que el/la artista administra de forma consciente —idealmente, claro—. Ahora bien, la hermenéutica de la crítica y el público harán brotar con seguridad otros significados latentes en la obra, esos que quizá el/ la artista no contempló. Como quiera que sea, la polisemia de una obra es aceptada de antemano y otorga valor estético a la pieza. Pero ¿qué pasa con sus funciones? Decía Boris Groys que todo arte nace como diseño, con una función mágica, política o religiosa y que el arte contemporáneo es un conjunto de diseños desfuncionalizados.[4] O, al menos, eso se pretende. Pongamos que, en el más puro estilo de arte autónomo, una pieza es un medio —instrumento— para la contemplación de sus formas, su función «única» —primera, diremos nosotras— es proporcionar placer estético. Es obvio, la historia así lo demuestra, que un arte autónomo siempre será instrumentalizado. Así lo hizo la CIA con el expresionismo abstracto; así lo hace cualquier gobierno que quiera darse una pátina de contemporaneidad. Y así lo hace cualquier coleccionista que quiera elevar su estatus. Diremos entonces que si el arte, cualquier arte, finalmente será instrumentalizado para fines que supuestamente no estaban previstos por quien crea la obra, quizá la mejor forma de actuar por parte del productor de obras artísticas sea tener el mayor control posible sobre las funciones que pueda tener su trabajo. Poniendo un símil formal: si el cuadro finalmente va a llevar un marco, mejor que lo elija el/la artista, si es que no queremos encontrarnos con obras geométricas encuadradas por marcos barrocos. En efecto, si el arte va a ser instrumentalizado, mejor asumir que la obra es un instrumento, con varias funciones, así como con varios significados, y dirigir conscientemente la creación hacia un fin deseado. Ahora bien, conviene no pecar de excesiva ingenuidad y ser conscientes de que así como el/la creador/a no podrá controlar jamás el conjunto de interpretaciones —posibles significados— de la obra, tampoco podrá tener el control sobre el conjunto total de posibles funciones de su trabajo.

Subyace en ciertas formas de arte político la simplificación retórica élite/pueblo, o si se quiere mundo del arte / gente común. La crítica institucional y lo que podríamos llamar pop-crítico deambulan en muchas ocasiones por estas lindes. Es obvio, hay una «casta» del arte, pues no habría mayor representación de un sistema oligárquico que el elitismo de la alta cultura y sus procesos excepcionales de valoración, comercialización y legitimación de los fetiches. En este sentido a ciertas obras que proponen una reflexión sobre estas cuestiones podría atribuírsele este rasgo, digamos, populista. Aunque pensamos que sería un poco forzado denominar así estas prácticas.

 

Un nuevo agit-prop

 

Algunas manifestaciones recientes de agit-prop son susceptibles de adjetivarse como arte populista, bien porque utilizan la retórica antagónica de la dicotomía élite/pueblo —casta/gente, en nuestro contexto— o porque se ensalza la figura de un líder carismático.

En cualquier caso, para zafarnos de las denominaciones «populismo de izquierdas» y «populismo de derechas» —destropopulismo, lo denomina Alba Rico— quizá sea más efectivo, a efectos de comunicación política, hablar de un «populismo del amor» frente a un «populismo del odio». Porque, con sólo asegurar, como hace Jorge Alemán, que «el verdadero populismo sólo puede ser de izquierda»[5] no se soluciona el problema en ciernes, esto es, que los medios mainstream están colocando a los dos populismos en el mismo saco: Trump, Le Pen, Iglesias, Grillo, todo constituye el mismo peligro, se asegura. Así que decir populismo de izquierda y populismo de derecha, no ayuda mucho. En cuanto a las formas de arte activista, preferimos hablar en el nuevo agit-prop de un «populismo del amor», de una retórica de la inclusión y el afecto tierno.

En la ilustración de Miguel Gallardo que sirvió de imagen a carteles impresos y digitales, y conformó el fondo de escenario en diversos mítines de Podemos, encontramos una muestra clara de este «populismo del amor». La «gente», representada en una multicolor diversidad de razas, irrumpe en el «congreso/casta» pintado en un gris continuo que tiñe a personajes encorbatados y enfurruñados. Una simplificación antagónica muy efectiva. Es un populismo del amor porque si bien, como rasgo general de todo populismo, explicita un antagonismo en clave de lucha vertical contra las élites oligárquicas establecidas, en el «populismo del odio» —el neofascismo que nos acecha— la lucha se establece también en la horizontalidad, fomentando el odio a las clases populares de inmigrantes, cosa que está en las antípodas del discurso del «populismo del amor», que promueve el amor al «otro» diferente.

Reparemos ahora en la campaña de Manuela Carmena que provocó la respuesta espontánea de una avalancha de obras gráficas para las redes en apoyo a la candidata de Ahora Madrid. Para analizarla en clave populista, volvamos a Laclau. El autor hace pivotar su análisis del populismo sobre tres categorías: discurso, significante vacío y hegemonía, y retórica. El «significante vacío», no obstante, es una expresión un tanto confusa porque, en rigor, sería el «significante del vacío» —como el significante «0», que refiere a un conjunto vacío, pero que al nombrar lo innombrable se convierte en «1»—, algo que Laclau se ve en la obligación de aclarar para diferenciarse del discurso también lacaniano de Zizek, que habla de un ‘significante sin significado’. Tal cosa, dice Laclau, y con acierto, quedaría fuera del ámbito de la significación[6]. Es obvio, así como no puede haber efecto sin causa, ni causa sin efecto, no puede haber un significante sin significado, ya que en ese caso tan solo estaríamos ante una materia sin referencia, un garabato —ruido, dice Laclau—. Pues bien, el significante vacío, quiere significar algo imaginario —pueblo— y se identifica luego con un nombre —y con una imagen, habría que añadir—, el nombre del líder o de la lideresa. Ahora bien, ¿quiere esto decir que el nombre «Manuela Carmena» estaba vacío antes y se cargó de significado con las operaciones retóricas correspondientes? No parece ser el caso, mal que le pese a Laclau, «Manuela» resume toda un serie de descripciones definidas, tal como proponía Russell para los nombres propios. La más poderosa, la «abuela justicia», ya estaba en la mente del ejército de artistas gráficos que forjaron su campaña, potenciando un significado previamente asociado a ese significante. Los significados asociados a «Manuela» tienen que ver con el amor, y por eso podemos adjetivar aquella innovadora campaña promovida por el Movimiento de Liberación Gráfica como una manifestación retórica del «populismo del amor». Lo mismo podemos decir del apoyo gráfico a Ada Colau. La imagen física y la dulzura en el habla de Colau se asocia con la imagen de una madre inteligente y luchadora: la «madre activista» —no la «madre coraje», preocupada exclusivamente por su propia prole, y que podría encarnar Belén Esteban—.

Estas muestras masivas de construcción de la imagen de la lideresa —Carmena o Colau— no hubieran sido posibles con otros nombres. No parece probable que este frente heterogéneo de ilustradores/as y diseñadores/as, presumiblemente partícipes todos y todas de la esperanza del 15M, se hubieran movilizado de igual modo para construir la imagen de Pablo Iglesias, algo que, muy acertadamente y por razones obvias, ni se propuso. Sin negar las muchas virtudes políticas y oratorias de Iglesias, sus devaneos arrogantes, la proferencia de expresiones como «el miedo ha cambiado de bando» o su reiterada insistencia en la palabra «patria» no le permitirán jamás que los/las artistas, ilustradores/as y diseñadores/as afines al 15M rindan culto a su imagen. Madres y abuelas sí, macho alfa no. Así funciona el populismo del amor en el agit-prop de nuevo cuño.

 

Arte participativo en los barrios

 

El populismo funciona a gran escala, pues tiene aspiraciones hegemónicas, totalizadoras. Sin embargo, la participación en micro-utopías estéticas funciona a pequeña escala, no se construye «pueblo», sino «comunidad», «barrio». Por tanto, el afecto y la identidad se articulan de distinto modo. No se abusa de lo emocional —e irracional—, para unirse mas allá de la razón en la figura de un líder que vendría a identificarse con el pueblo todo, sino que el diálogo argumentado y las relaciones afectivas, en el sentido de amor en la cooperación, se unen en la construcción de artefactos específicos que sirven como símbolos de identidad a una pequeña comunidad vecinal. Esto, a nuestro parecer, está bastante lejos de la construcción hegemónica y la identificación con el líder carismático.

Es cierto que estos pequeños oasis participativos y democráticos que usan el arte como vehículo de cohesión pueden ser instrumentalizados para superar su particularidad y localidad trabajando en pro de una idea más general y totalizadora. Todas juntas, estas experiencias pueden obrar a favor de la construcción de la identidad de un pueblo. Y también es cierto que, de algún modo, la dicotomía pueblo/élite subyace en el mismo momento en que estas experiencias son puestas en práctica en el barrio, que es el locus de la plebe por excelencia —no tenemos noticia de un arte participativo en La Moraleja, aunque quizá fuera una buena idea si, como dice Luis Camnitzer, queremos educar a las élites «en lugar de dejar que sean un grupo de idiotas que hagan mal y punto»[7]—. En cualquier caso, hablamos aquí de procesos de toma de decisión horizontal, de ayuda mutua y cooperación en busca de la realización de un trabajo hecho en común, de construir ciudadanía. Un arte populista sería, en rigor, aquél que trabajara en la fijación de sentido, o la consolidación de significado, al significante vacío del término general pueblo o en la glorificación, por medio de la identificación con el pueblo —con la gente—, de un líder carismático. Esto es, una retórica de palabras e imágenes que pretenda, por medio de la simplificación dicotómica pueblo/élite, apelar a los afectos más que a las razones y con ello construir la figura de un líder con un rol fuerte. Nada de esto se hace en las experiencias de arte participativo en los barrios.

Existe un conocimiento bastante extendido sobre la etimología del término «democracia»: proviene del griego antiguo —δημοκρατία— y fue acuñado en Atenas en el siglo V a. C. a partir de los vocablos δῆμος —dmos, que se traduce habitualmente como «pueblo»— y κράτος —krátos, que puede traducirse como «poder», o «gobierno»—. Pero el demo, en su origen, no designa la población total ateniense, sino que el demo era una división administrativa del colectivo que coincidía básicamente con una unidad vecinal. El área urbana de Atenas se dividió en varios demos. Los demos —barrios o distritos— eran pequeñas comunidades autónomas que tomaban sus decisiones en la asamblea de los demotaiágora—. Esta precisión terminológica nos permite adjetivar más adecuadamente al arte participativo. Ya que toma el barrio —demo— como comunidad de decisión y producción horizontal, debe ser calificado más rigurosamente como «arte democrático», y no como «arte populista».

 

Amado líder

 

El «poder popular» ejercido en asambleas vecinales ha sido una de las puntas de lanza de la revolución bolivariana. Enrique Dussel inscribe este poder popular y participativo en una de sus cinco tesis sobre el populismo. El autor de la Política de la liberación se hace eco de las palabras de Jefferson que añoraba con nostalgia los inicios de la democracia americana, una vez que los consejos vecinales habían perdido su poder y los órganos de decisión habían pasado a ser estatales. Es importante esta cuestión en cuanto se refiere a la problemática entre representación y participación. Dussel señala también el caso ruso: «Igualmente  Lenin, al comienzo, dio “todo  el poder a los soviets”, a las  comunas, a la democracia directa popular. Fue el caos total. Se pasó de un extremo al otro. El NEP fue “todo el poder a las instituciones dirigidas por el partido bolchevique”». Es por eso que Dussel mantenía en este texto de 2007: «Sin representación la participación cae  en  el  caos  ingobernable:  “¡Todo  el  poder  a   los soviets!”  Sin participación la representación se  anquilosa, se fetificha, se corrompe: “¡Todo  el  poder  al  monopolio  de  los  partidos  políticos!” Es necesario inventar una nueva articulación entre la representación abierta, revocable, fiscalizada por una democracia real, y la participación directa, permanente, responsable y constitucional de los ciudadanos como ejercicio del poder del pueblo.»[8]

Es aquí donde la problemática del líder con un rol fuerte toma importancia teórica y práctica. Siempre hará falta un líder, se dice. O al menos una vanguardia —o núcleo irradiador, si nos queremos poner errejonistas—, que represente la voluntad popular en los órganos que administran y legislan una gran población. La cuestión es si esta representación, seguramente inevitable, deba darse como identificación afectiva, esto es, que aquellos y aquellas que forman el pueblo deban identificarse por un lazo de enamoramiento con su líder. Laclau, en su comentario a Psicología de las masas y análisis del yo (1921) de Freud  asegura que: «[…] si el líder lidera porque presenta de un modo particularmente marcado rasgos que son comunes a todos los miembros del grupo, ya no puede ser, en su pureza, el dirigente despótico, narcisista. Por un lado, como participa en la sustancia misma de la comunidad que hace posible la identificación, su identidad está divida: él es el padre, pero también uno de los hermanos.»[9] Sin embargo, precisamente esta condición es la que décadas antes había señalado Adorno, recurriendo al mismo texto de Freud que luego tomará Laclau, para explicar la identificación con el líder nazi: «Mientras aparece como un superhombre, el líder debe, al mismo tiempo crear el milagro de aparecer también como pueblo medio, tal como Hitler se hace pasar por un compuesto de King Kong y barbero suburbano»[10]. Esta acertada apreciación de Adorno evidencia que la doble identificación padre/hermano cuadra perfectamente con el dirigente despótico, narcisista.

Laclau continua en el mismo párrafo: «Por otro lado, como su derecho a dirigir se basa en el reconocimiento, por parte de otros miembros del grupo, de un rasgo del líder que él comparte, de un modo particularmente pronunciado, con todos ellos, el líder es, en gran medida, responsable ante la comunidad. La necesidad de liderazgo sigue existiendo […] pero constituye un liderazgo mucho más democrático que aquel implicado en la noción de déspota narcisista. De hecho, no estamos lejos de la peculiar combinación de consenso y coerción que Gramsci denominó hegemonía»[11]. Una afirmación que también debemos cuestionar, pues el líder carismático se comportará más democráticamente si existen mecanismos de control ciudadano que le impidan convertirse en caudillo. Y estos mecanismos procedimentales tienen que ver con la razón, más que con los afectos. Si dejamos en manos de los mecanismos psicológicos de repulsa y adhesión los procedimientos regulativos y de control, la democracia está destinada a convertirse en mera demagogia, en tiranía.

[1] LIPPARD, Lucy. «Caballos de Troya: arte activista y poder», en WALLIS, B. (ed.). Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación (1984). Madrid: Akal, 2001, p. 345.

[2] Ver: LACLAU, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires y México: Fondo de Cultura Económica, 2005.

[3] GOLVANO, Fernando. «El laberinto democrático. Izquierdas, populismos y hegemonía», en Grand Place 2zk, 2014, p. 24.

[4] Ver: GROYS, Boris. «Politics of Installation». e-flux: http://www.e-flux.com/journal/view/31, 2009.

[5] ALEMÁN, Jorge. «El concepto de populismo, una posición». Pagina12 | El país. 12/12/2016. https://www.pagina12.com.ar/8277-el-concepto-de-populismo-una-posicion

[6] LACLAU. Op. cit., pp. 131-137.

[7] ALDAZ, Maite. «Entrevista a Luis Camnitzer: “El arte bien utilizado es un transformador de la cultura, mal utilizado es sólo un transformador del mercado”». exit-express.com, 1 diciembre 2016.

[8] DUSSEL, Enrique. «Cinco tesis sobre el “populismo”». UAM-Iztapalapa, México, 2007 http://www.enriquedussel.com/txt/Populismo.5%20tesis.pdf, pp. 13-14.

[9] LACLAU. Op. cit., p. 84.

[10] ADORNO, Theodor W., «Freudian theory and the pattern of fascist propaganda», en The Culture Industry, Routledge, Lon- don, 2007. p.153.

[11] LACLAU. Op. cit., p. 84.